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Poetas italianos del Mediterráneo (2); por Alejandro Oliveros #LecturasDeAlejandroOliveros

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No se podría hablar de Mediterráneo y poesía en Italia sin referirse a algunos autores del sur de la península, en especial los de Campania y Sicilia. Nápoles, sin embargo no ha sido especialmente pródiga en poetas convencionales. Toda la ciudad partenopea es un gran canto al cielo, pero sobre todo al mar, a ese golfo bendito donde flotan Ischia y Capri, los últimos restos que nos quedan del paraíso y que fueran avistadas por Ulises en sus navegaciones, de acuerdo a los planos  fenicios de Victor Bérard. En Nápoles el logos, la racionalidad, todavía no se ha impuesto de modo irreversible, como en el resto del continente. En su topografía, el mito se expresa generosamente en sus canciones, creencias y artesanías. Una comunidad que, en opinión de Sándor Márai, quien la habitó por años, no cree en Dios, sólo cree en los milagros. Hay más poesía en un plato de spaghetti all vongole, que en muchas de las antologías oficiales. Y si bien es cierto que la urbe del Vesubio cuenta con un gran poeta, también lo es que este vate se expresa en el casi inabordable idioma napolitano, rico en voces españolas, griegas y hasta árabes. Hablo de Salvatore Di Giacomo, y tengo como experiencia memorable una tarde, hace más de quince años, en el restaurant Don Alfonso, de Sant’Agata sui Due Golfi, en la que su propietario, el legendario chef Ernesto Iaccarino, me estuvo leyendo textos de Di Giacomo en ese idioma especialmente musical y expresivo:

A Marechiare

Quanno sponta la luna a Marechiare
pure li pisce nce fanno all’ammore,
se revoteno ll’onn lu mare,
pe la priezza cagneno culore,
quanno sponta la luna a Marechiare…

A marechiare ce sta na fenesta
la passiona mia ce tuzzulea,
un carofano addora ‘int’a a na testa,
passa ll’ acqua pe sotto e murmulea…
a marechiare ce sta na fenesta…

Chi dice ca li stelle so’ lucente
nun sape st’ uocchie ca tu tiene nfronte,
sti doie stelle li ssaccio io sulamente,
din’ a lu core ne tengo li ppònte,
chi dice ca li stelle so’ lucente.

Scétete, Caruli, call’ aria e doce,
quanno maie tanto tempo aggio aspettato?
P’accumpagna li suone cu la voce,
Scétete, Carulli, call’ aria e doce!…
stasera na chitarra aggio purtata…

Cuando surge la luna en Marechiaro,
los peces también le hacen el amor.
Se vuelcan las olas del mar,
y de felicidad cambian de color.

En Marechiaro hay una ventana:
allí se enfrenta mi pasión.
Un clavel perfuma en un jarrón
y allí debajo pasa el agua y murmulla.
En Marechiaro hay una ventana…

Quien dice que las estrellas relucen
no conoce esos ojos que tienes en la frente:
esas dos estrellas que sólo yo conozco,
tengo sus puntas dentro de mi corazón,
quien dice que las estrellas relucen…

Despierta Carolina, que el aire es dulce,
¿Cuándo tuve que esperar tanto?
Para acompañar los sueños con la voz,
esta noche he traído una guitarra,
¡Despierta Carolina, que el aire es dulce!

(Versión Silvio Mignano).

Como es de esperar, muchas de las poesías de Di Giacomo han sido convertidas en canciones.  ¿Acaso no era, en su origen, canción la poesía? “Marechiaro”, en la musicalización impecable de Tosti, fue popularizada por Caruso, hasta convertirse en un clásico del repertorio de Luciano Pavarotti.

Sicilia es una geografía física y humana única. Fue la sección más importante de la Magna Grecia antes de ser cartaginesa y luego romana, árabe, normanda y cristiana. Sobre tres nombres, como un bien torneado trípode, descansa su participación en la literatura universal. El conde Tomasi di Lampedusa, autor de El gatopardo, la mejor novela italiana del novecientos; Luigi Pirandello, uno de los verdaderos grandes dramaturgos contemporáneos y Salvatore Quasimodo, Premio Nobel de Literatura, y autor de una obra poética variada, que comenzó inscrita el modo del “Hermetismo” y término como poesía política y social. Para muchos, es el primer sector el que merecía el reconocimiento. Eso, y sus versiones de la poesía lírica griega. A lo cual añadiría sus poemas de temas mitológicos. El Mediterráneo es una presencia que se reitera en su lírica; el Egeo de sus viajes imaginarios a la Grecia de Ulises; y el más inmediato Jónico que rodea la costa de su natal Sicilia.

Isla de Ulises

La voz antigua se ha detenido.
Oigo resonancias efímeras,
olvido de plena noche
en el agua estrellada.
Del fuego celeste
nace la isla de Ulises.
Lentos ríos arrastran árboles y cielos
en el estruendo de lunares orillas.

Las abejas, amada, nos traen el oro:
tiempo de cambios, secreto. 

Por supuesto, que  no son los únicos vates italianos del primer novecientos. Y en cuanto a los poetas de la segunda mitad del siglo, no son pocos los que han mantenido viva la tradición de cantar el proceloso mar que los rodea, en su condición peninsular, “por todas partes menos por una que los une al continente”.

De todos ellos hemos escogido dos poetas, nacidos con diez años de diferencia en el mismo paisaje de Piemonte. Una de las regiones menos marinas de la península, paisaje de colinas y montañas, pobre en su conjunto y que protagonizó la independencia italiana de la ocupación austríaca y borbona: Cesare Pavese (1908) y Primo Levi (1919). Ambos mejor conocidos por su narrativa en la que se reitera, especialmente en el primero, el paisaje de la comarca natal. Pavese nació en Santo Stefano Belvo, una población cercana a Asti, y lo más alejado existencialmente  del mar que se pueda imaginar. Hacia donde uno mire se encuentra una colina sembrada de moscato que, después de la cosecha, ilumina sus noches con las fogatas (I falò) que perfuman el ambiente con los aromas del sarmiento. No recuerdo que aparezca el Mediterráneo en alguna de sus ficciones, aunque no las recuerdo todas, pero, en su última colección de poemas, Verrà la norte e avrà i tuoi occhi, incluyó esta pieza conmovedora donde la imagen de la mujer amada, como una Afrodita, renace siempre del mar:

Sempre vieni del mare

Siempre vienes del mar
y tienes la voz ronca,
y siempre ojos secretos
de agua viva entre zarzas,
y frente baja, como
cielo bajo de nubes.
Cada vez tú revives
como una cosa antigua
y salvaje, el corazón
ya sabía y se cierra.

Cada vez un desgarro,
cada vez es la muerte.
Y siempre combatimos.
Quien se decide al choque
ha gustado la muerte
y la lleva en la sangre.
Como enemigos buenos
que ya no se odian más,
tenemos una misma
voz, una misma pena,
vivimos enfrentados
nos cubre un pobre cielo.
En nosotros, no insidias,
y no inútiles cosas-
combatiremos siempre.

Aun combatiremos,
combatiremos siempre,
pues buscamos el sueño
flanqueados por la muerte,
y tenemos voz ronca,
frente baja y salvaje
y un idéntico cielo.
Fuimos hechos para esto.
Si tu odio cede al golpe,
sigue una noche larga
que no es paz o tregua,
ni verdadera muerte.
Tú ya no estás. Los brazos
se debaten en vano.

Hasta que el corazón tiemble.
Han dicho un nombre tuyo.
Recomienza la muerte.
Cosa ignota y salvaje
renaciste del mar.

(Trad. J.A. Goytisolo)

A sus tempranos cuarenta y dos años, en Turín, la capital de su amado Piemonte, y lejos del mar, Pavese se quitará la vida, después de dejar una nota en la primera página de su Diálogos con Leucò: “Perdono  a todos y a todos pido perdón”.

En la misma Turin, la capital del reino de Saboya, nacería Primo Levi, más conocido por sus relatos sobre su temporada en el infierno de los campos de exterminio nazi. Si esto es un hombre, se llamó el primero de estos volúmenes, que lo asociaría con su paisano Pavese de la manera más ingrata. En efecto, en su condición de lector de la editorial Einaudi, le tocó a Pavese rechazar la publicación de este volumen ahora clásico. Tampoco se distinguió Levi por una dedicación al paisaje del lejano Mediterráneo. Como buen piemontés, es un hombre de montaña, de noches muy oscuras e inviernos nevados. Más urbano que Pavese, después de su experiencia en Auschwitz regresaría su nativa Turín, donde igualmente se quitaría la vida a los sesenta y ocho años. Levi fue también un destacado traductor y,  aprovechando esta habilidad, hizo de una versión de un texto célebre de Joachin du Bellay, uno de sus mejores poemas:

Feliz el hombre que ha llegado a puerto.
que deja detrás mares y tempestades,
cuyos sueños  ya no existen o no han nacido;
y se sienta y bebe en la hostería de Brema,
al lado del camino y está tranquilo.
Feliz el hombre como una llama apagada,
feliz el hombre como sedimento de estuario,
que ha dejado la carga, tiene la frente tersa
y descansa junto a la chimenea,
que no teme ni espera
y mira con fijeza el sol poniente.

Muchos, y destacados, son los vates que han venido después de estos padres fundadores: Mario Luzi, Edoardo Sanguinetti, Andrea Zanzotto, Mario Specchio, cuyo Nostalgia di Ulisse, es una de las mejores colecciones de poesía italiana de las últimas décadas,  son algunos.  En la antología Les poètes de la Mediterranée, publicada por Gallimard con prólogo de Yves Bonnefoy, que agrupa autores de todos los países con costas sobre el Ponto, el responsable de la selección incluyó nueve poetas italianos: Andrea Zanzotto, Edoardo Sanguinetti, Giuseppe Conte, Milo de Angelis, Patrizia Valduga, Roberto Veracini, Valerio Magrelli, Antonella  Anedda e Isabella Leardini, aunque sin duda son muchos más los que podrían ser incorporados. Bonnefoy, él mismo un poeta del Mediterráneo, termina con estas líneas su introducción: “El mare nostrum de antaño ya no es el centro de las decisiones, pero por su palabra que, desde muy temprano, estuvo comprometida con obras que se han hecho permanentes, sigue siendo uno de los grandes significantes que permiten el pensamiento verdadero”.

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