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Alfredo Toro Hardy: Trump y el fin de la hegemonía estadounidense

La noción de hegemonía, de acuerdo a la definición clásica de Antonio Gramsci, se sustenta en la idea del consentimiento ajeno al propio poder. Según Andrew Gramble: “El concepto de hegemonía se asocia con Gramsci. El ejercicio del poder entraña del uso tanto de la coerción como del consentimiento de los otros, pero las formas de control político más estable son aquellas donde sobresale el consentimiento. El énfasis en este caso es puesto en una concepción del orden internacional, sustentada en la creación y sostenimiento de una arquitectura institucional, que se integre en un proyecto político de amplio espectro. El aspecto ideológico de la hegemonía es lo más significativo”. (“Hegemony and Decline” en Patrick K. O’Brien, Editor, Two Hegemonies, Burlington, 2002).

Durante largas décadas Estados Unidos ha detentado la hegemonía mundial. Ello a través de su capacidad para definir la agenda política internacional por vía una arquitectura institucional diseñada a imagen y semejanza de sus valores e intereses. Este proceso se remonta a las fases final e inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, bajo los gobiernos de Roosevelt y Truman. Durante esa etapa cobraría vida una amplia red de organizaciones multilaterales y de alianzas, susceptible de dar forma a algo parecido a un sistema de gobernabilidad mundial.

Bajo el impulso de Roosevelt surgirían la ONU y los acuerdos de Bretton Woods con la aparición del Banco Mundial y del FMI. Bajo Truman aparecería  el GATT así como todo un siste-ma de alianzas y organizaciones que vincularía a Washington con Europa Occidental, Asia del Este y América Latina. Este entretejido se consolidaría en tiempos de Kennedy con el fortalecimiento de la Comunidad Atlántica y la creación de la OCDE.

Se estructuró así un sofisticado sistema internacional al amparo de la primacía estadounidense. Cierto, del otro lado se alzaba el bloque comunista con su propia estructura de alianzas y organizaciones y compartiendo el liderazgo al interior de la ONU. Aunque el alcance de este último fuese más limitado, el mismo imponía límites y retos a la hegomonía de Estados Unidos. Sin embargo esta dualidad resultó de mucha utilidad para que Washington pudiese afianzar el control sobre su inmensa esfera de influencia.

Tras el colapso del comunismo el mundo entero se vio obligado a buscar acomodo bajo el sistema de gobernabilidad definido desde Washington. De hecho, el “Consenso” que llevaba su nombre se impuso sobre los cuatro puntos del planeta como realidad económica inapelable.

La llegada del segundo de los Bush a la Casa Blanca hizo tambalear toda la arquitectura institucional que daba sustento a la hegemonía estadounidense. Inmerso en concepciones arcaicas con respecto a la naturaleza del poder, aquel abandonó los valores globales y el multilateralismo cooperativo, en función de un unilateralismo militante.

El suyo pasó a ser un mundo de satélites y no de aliados, de coaliciones ad hoc y no de instituciones multilaterales, de distinciones tajantes entre “nosotros o contra nosotros”, de mecanismos de castigo a la disidencia y no de estímulos a la cooperación y de la acción preventiva prevaleciendo arrogantemente sobre el derecho internacional.

Poco faltó para que toda la estructura internacional que sustentaba la primacía estadounidense se viniese abajo. Fueron necesarios ocho años de labor paciente y sistemática por parte de Obama para devolver al sistema parte de su antigua fortaleza. Al propiciar activamente el multilateralismo cooperativo, incluyendo allí al liderazgo sobre las negociaciones globales sobre cambio climático, Washington volvió a posicionarse como punto de confluencia y por ende de influencia.

El triunfo de Trump, con su mensaje proteccionista, aislacionista y de absolutización del interés nacional, no sólo echa abajo lo alcanzado estos últimos ocho años, sino que retrotrae el reloj de la historia a los años treinta del siglo pasado. Su discurso de toma de posesión, reafirmación consistente de sus principales temas de campaña, fue tajante.

Ni una sola mención a aliados, ninguna referencia a valores o principios de política internacional, ni una palabra de historia, ninguna manifestación de multilarismo cooperativo. Por el contrario, el suyo fue un grito de guerra frente a alianzas estratégicas, tratados comerciales o mecanismos internacionales que impongan algún costo a sus ciudadanos o al Fisco de su país.

El egoísmo nacional militante de Trump, actuando sobre el terreno abonado por Bush, desborda la capacidad de resistencia de cualquier sistema sustentado en la acción colectiva. El capítulo de la hegemonía internacional de  Estados Unidos llega así a su fin. Con ello desaparece una estructura diseñada en función de los intereses de Estados Unidos, a través de la cual dicho país pudo ejercer un nivel inconmensurable de control planetario, por vía del consentimiento de parte importante de la comunidad de naciones.