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Rodolfo Izaguirre: Perdonar

 

Perdonar no siempre es fácil porque se oye decir muy a menudo: “¡Esto no tiene perdón de Dios!”. Lo que indica que siendo mortales, simples humanos, átomos de nuestra propia constelación, jamás alcanzaremos la beatitud de perdonar las ofensas más graves. Perdonar quiere decir “remitir la deuda, ofensa, falta, delito u otra cosa que toque al que remite”. Pero si anteponemos el adverbio no, perdonar se convierte entonces en pozo oscuro y sin nombre, en un abismo de inagotable rencor. Una desacertada “deuda” en lugar de “ofensa” en la traducción latina del Padre Nuestro (dimitte nobis debita nostra sicut et nos dimittimus debitoribus nostris: perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores) se convirtió en pesadilla durante la inocencia de mi niñez, porque le preguntaba a Omar, mi hermano mayor, qué era una deuda y contestaba que era cuando uno debía algún dinero a alguien y tenía uno que pagar. Pero yo no le debo nada a nadie, decía yo, atormentado. Y ¿con qué voy a pagar? No sé, cortaba Omar, tajante. ¡Eso es lo que dice allí! Y se refería nada menos que al Padre Nuestro, es decir, a la palabra de Dios.

¡La Iglesia siempre me ha hecho sufrir!

El ejemplo conspicuo y esclarecido del perdón es Nelson Mandela, capaz de perdonar a quienes lo mantuvieron largos años en una cárcel de espanto y logró unificar al país. Pero, confieso que estoy lejos de ser un Mandela. Con el tiempo (¡el único experto en cicatrizar profundas heridas!) logro olvidar las ofensas y generalmente las caras de quienes me han ofendido, pero no puedo perdonar. Hoy, por culpa del chavismo, ni siquiera hago el intento, un pequeño esfuerzo porque sé que es inútil. ¡No puedo perdonar al tramposo de Hugo Chávez, artífice del desastre en que se encuentra el país; mucho menos a Maduro, el risueño genocida, ni a ninguno de sus secuaces! ¿Perdonar a los guardias nacionales porque solo reciben órdenes e ignoran que la vida que hay en ellos es sagrada y no lo saben? No, porque hay quienes no las acatan y basta con que sea uno en hacerlo y recibir castigo precisamente de quien da la orden de disparar a quemarropa y asesinar a un adolescente para no estar yo dispuesto a perdonar a ese organismo represor que tendrá que ser eliminado para siempre por el gobierno que le tocará enderezar al país. ¡No cuenten conmigo para perdonar a los grupos civiles violentos y criminales, a los militares que con constante impunidad se niegan a sí mismos violando sus juramentos y a la institucionalidad de sus uniformes! No puedo perdonar a quienes jamás se les ha escuchado una palabra o visto un gesto de crítica, de reproche o de rechazo a los abusos del régimen, la catástrofe económica, el desamparo social y la tierra arrasada de una cultura que veíamos florecer antes de producirse el descalabro y escucharles decir: ¡Perdonen lo malo!

Solo el papa Francisco, por ser vicario de Cristo es, a mi parecer, el único capaz de perdón, pero no me llamo a engaño porque lo he visto darle la espalda a las mujeres cubanas que van los domingos a misa y enfrentan la tiranía de los Castro mientras despotrica contra el capitalismo, afirma que la oposición venezolana está dividida y por debajo de la mesa del diálogo bendice a Maduro y a Rodríguez Zapatero.

Francisco es el papa y le debo reverencia porque no soy quién para irrespetar a la cristiandad, pero el político que hay en él, además de no ser santo de mi parroquia, no puede, siendo Papa, equivocarse, poner en evidencia su infalibilidad.

Cada vez que veo en los videos al aparato represivo del régimen militar arremetiendo brutalmente contra los manifestantes, se me hace muy cuesta arriba pronunciar el “¡no saben lo que hacen!” las palabras con las que Cristo, crucificado me pide que perdone a esos neonazis porque ¡lo saben! Gozan de asesoría cubana, activan sofisticados y terroríficos dispositivos antimotines proporcionados por China, poseen armas letales y mentalidad apta para el crimen. Veneran a un general Padrino que no escucha mis quejas y mucho menos las súplicas para que cese la violencia que cerca y acosa los horizontes de unos muchachos que protestan solo para que los dejen vivir en paz.

Por otra parte, confieso que nunca me ha agradado la imagen de Cristo crucificado. Prefiero verlo vivo y activo, disertando con los adultos siendo niño; dando latigazos, volcando las mesas, echando por tierra las monedas y sacando a patadas a los mercaderes del templo. Lo veo, más bien, victorioso el Domingo de Ramos. El Cristo que me apasiona no promueve diálogos inútiles con Pilatos ni arrastra a Judas Iscariote a la ignominia. La diferencia está en que el sátrapa admira al que multiplica los penes y yo al que realiza el prodigioso milagro de convertir el agua de seis tinajas en el mejor vino que haya existido nunca.

 

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