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Robert Gilles Redondo: El fin de un ciclo

 

El 17 de diciembre de 1830 se cerró por así decirlo nuestro segundo ciclo histórico, el de mayor trascendencia e importancia. Se cerró con la muerte de nuestro Libertador, Simón Bolívar. Ya en 1810 una gigantesca presión que se alimentó por la invasión napoleónica a España y el empeño de la oligarquía de conservar sus derechos y privilegios, puso fin al bienaventurado ciclo colonial que aun estando terminado fue la base sobre la cual avanzó nuestro país hacia su propio proyecto. El 5 de julio de 1811 no nos divorció de la colonia, apenas la transformó para que de ella misma surgiera la nueva tierra de gracia. Y así fue.

En nuestra carta fundacional se realizó lo más atrevido, lo más significativo. Nos declaramos libres aun estando totalmente solos; éramos un territorio en orfandad política y con una apabullante soledad histórica, no había respaldo de ningún tipo. No había ejércitos que defendieran aquella declaración, apenas se convalidaban a sí mismos la oligarquía y los criollos, que armados con lo que poco que tenían orquestaban todo tipo de escaramuzas para evitar que los caprichos de Napoleón acabaran con los privilegios que ultramar les había concedido la destronada Corona Española. En esos oligarcas y criollos alguna vez se realizó la relación dominante – dominado. En efecto, el período colonial venezolano fue el único período en el que se distinguieron las clases sociales y se imponía una clara estratificación social. Así el 19 de abril de 1810 no fue una revolución como la francesa: fue apenas el alzamiento de la oligarquía respaldada por los criollos para conservar los derechos que España les había dado desde la conquista. La guerra de independencia nos emparejó.

A la muerte de Bolívar estaba configurada ya la necesidad de disolver esa utopía que fue la Gran Colombia y cuya naturaleza jurídica ¿desvió? ¿confirmó? ¿sedujo? al Libertador a un proyecto quizá totalitario que restaba el sentido de la gesta que llevó a su fulgurante espada por cinco países, durante veinte años. Páez, el indomable guerrero, y Santander, el ilustre hombre de leyes, sabían de la imposibilidad de establecer en la recién liberada tierra un proyecto más totalitario del que ya había impuesto la guerra. Sabían la necesidad de “democratizar” y la urgencia de que cada quien caminara solo. Y sacrificaron la comodidad de la gloria enfrentando la desviación totalitaria que los problemas naturales de las incipientes repúblicas podía despertar.

Pero aquí vengo a recordar, en modo de serena meditación, que tras aquellos veinte años de la guerra entre los profesionales Ejércitos imperiales de España y los macheteros pata en el suelo de Venezuela, nuestro país quedaba totalmente devastado. La mitad de nuestra población muerta, la imberbe producción interna arruinada, el erario público reducido a una penosa gran deuda y, por si fuera poco, unas hambrientas tropas que se repartían a modo de premio el miserable botín de lo que quedaba. Esto apenas para no entrar en detalles técnicos que comprueben tal devastación que se sostuvo durante el resto del siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XX cuando apareció el petróleo, cerrándose otro tercer ciclo y abriéndose un cuarto período del cual no hemos conseguido salir.

Hoy por hoy las indescriptibles y heroicas escenas de resistencia y lucha de nuestro pueblo le vaticinan a las tropas del cancerbero Vladimir Padrino López una merecida derrota. La mejor de todas las victorias es saber que seremos libres pese a estos dieciocho años de tragedias. No podrán arrebatarnos esta certidumbre porque siempre ha sido así y esta vez no será la excepción. Las humillaciones de este tiempo serán recompensadas con el abrumador desarrollo que inundará nuestro país, Venezuela es uno de los pocos países tiene cómo presumir que después de la tormenta siempre vendrá la calma. Tal presunción es gracias al valioso capital humano que posee y que tiene la capacidad de utilizar al máximo todos los ingentes recursos materiales y económicos que tenemos para salir adelante. Esta gran lección histórica, tan amarga y humillante, nos convencerá de superar las taras que la desviación de la democracia nos impuso en el pasado y que el narcochavismo acentuó al punto de desmantelar todas las instituciones y conducir a nuestro país a la peor de todas sus crisis.

Quienes han subestimado en estos 60 días de lucha la determinación de cada hombre y cada mujer que diariamente reclama su libertad, ya sea vistiendo el uniforme militar, ya sea militando ideológicamente o por oscuros intereses con el chavismo, han subestimado la vocación histórica de Venezuela. En un ciclo interminable, una y otra vez, siempre saldremos adelante y derrotaremos a los indeseables que osan secuestrar nuestro porvenir.

Mañana el puño de acero de la justicia hablará. No debemos tener limitaciones en decirlo, sólo la justicia nos dará la paz social que necesitamos para reconciliarnos como país. La justicia muy pronto se realizará como un gran huracán, devastando lo indeseable y salvándonos de que nosotros mismos nos quedemos atrapados en el infierno.

Así, la paciencia es el único don que puede aliviar el pesado fardo que tenemos en nuestros hombros. Nuestros muertos, nuestros heridos, nuestros presos, tendrán la libertad de su patria gracias a la constancia y el heroísmo de quienes a su manera están luchando aquí y ahora.

 

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