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Alirio Pérez Lo Presti: Rumbos de Venezuela

Existen elementos propios de lo carencial, que de tanto experimentarlos, potencialmente podemos llegar a ser indiferentes ante ellos e incluso percibirlos como si fuesen buenos. Hace poco me bañé y mi esposa me preguntó si no había sentido muy fría el agua. El asunto es que después de un mes sin gas, ya ni me estaba dando cuenta de si el agua estaba caliente o fría, lo cual es importante, ya que vivo en una ciudad en donde a las cinco de la mañana las tuberías están heladas.

Lo cierto es que me di cuenta que me había acostumbrado a bañarme sin reparar en la temperatura de la ducha. ¿Acaso somos capaces de acostumbrarnos a cualquier cosa? ¿La tan estudiada indefensión aprendida que bien hace su efecto en las ratas de laboratorio tiene el mismo poder en los seres humanos? ¿Cuánto y qué debe pasar para que el país cambie hacia una ruta menos traumática? ¿O ya es demasiado tarde y las colas, la escasez, la inseguridad, la inflación y el profundo malestar que generan ya forma parte de nuestras vidas?

Esa extraña normalización de lo más extravagante ya ha minado gran parte del espíritu de mi gente y creo que en muchos aspectos existen cosas casi imposibles de corregir. A mí me cuesta entender a quienes celebran la actual situación de Venezuela. Me cuesta aun más tratar de ponerme en lugar de quienes aspiran a que el país desmejore, creyendo que el deterioro del mismo potencialmente induzca un cambio. Si el país empeora, las posibilidades de una recuperación cercana, obviamente se hacen cada vez más remotas.

“No podemos hacer nada y no hay nada qué hacer” pareciera que se vuelve una fatal consigna generalizada que recurrentemente escuchamos quienes nos intervinculamos con “la gente de a pie”, que por lo que estamos viendo, será casi la totalidad de la población. Esa actitud, lejos de despertar un poco de animosidad, nos conduce de manera circular a la tristeza y la minusvalía, haciendo que ante una situación en donde se debería activar lo mejor de la persona, por el contrario, es vencida por la sumisión y una aceptación fatalista de la existencia.

La que una vez fue legendaria por la generosidad de su gente e infinitas riquezas naturales, cada día que pasa se va llenando de una atmósfera malsana donde pareciera emanar la melancolía, así como si se tratase de una fuente mustia haciendo infinitas espirales, en el cual conforme se van dando giros se siente como si se estuviese viajando a gran velocidad al fondo de las profundidades malsanas. Hoy la dinámica venezolana pareciera que no tiene fin en relación a un cambio de rumbo para bien.

Uno apuesta por liderazgos que sean capaces de hacer una lectura de la realidad de quien menos tiene y más necesita de los extravagantes mecanismos con los cuales se maneja nuestra economía, pero contrario a eso, hay una búsqueda inusitada de formas inéditas de entender y hacer uso del poder, en la cual el ciudadano no figura como el fin último que debe beneficiarse para hacer del país un lugar mejor para todos. ¿Cuánto puede durar una situación de irresolución como la que estamos viviendo? La respuesta se puede dar sin cortapisas. La nación puede durar en un estado de conflictividad y desazón tanto tiempo como se permita que eso ocurra, o lo que es peor, tanto tiempo como el que se induzca para que ello ocurra. Sobran ejemplos de naciones que llegaron a ser admiradas y envidiadas por su grandeza y cayeron en la más profunda oscuridad.

La que debería estar mostrando las más extraordinarias obras producto de una riqueza petrolera que ha deslumbrado al continente, es hoy una nación arruinada, que va directo por la senda de los Estados fallidos, haciendo eco en todos los rincones de lo mísero que somos y de las consecuencias de tratar de cambiar a una sociedad amparados en fórmulas anacrónicas que no se corresponden con un proyecto serio de país. Tal vez sea la actual la más irresponsable expresión de lo que puede llegar a hacer una dirigencia política en el poder, cuando no está capacitada para ejercerlo, siendo la improvisación el lema con el cual se trata de imponer la fuerza de quien no genera el bienestar que todo pueblo aspira.

Pienso que la lucha más dura es la que hace el ciudadano sosegado, quien trata de mantenerse de pie ante las más altisonantes contrariedades, tratando de buscar en su propio mundo las cosas que infaliblemente lo mantienen activo y evitan que se desestructure por completo. Mis héroes de estos tiempos son esa gente que prefiere lo anónimo y no es dada a estar pegando gritos ni a estar descalificando a los otros, sino que busca dentro de sí mismo esa naturaleza propia de lo mejor del ser humano que protege contra el envilecimiento y da alegría a quienes les rodean. Considero heroicas a esas personas que apuestan por trabajar, que parecieran haber sido sacadas de una obra acerca de la terquedad, que siguen enarbolando el ideal de querer un mejor país y a quienes el tiempo pareciera hacerlos más determinados.

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