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Donald Trump ofrece el sueño americano apelando al muro, Guantánamo y rechazando al inmigrante

El Presidente de EE.UU. Donald Trump no pudo anoche escapar de sí mismo. En su primer y trascendental discurso sobre el estado de la Unión, ofreció un recital de cómo dar la vuelta al mundo sin moverse del sitio. Quiso ser moderado y solemne, pero ordenó la continuidad de la prisión de Guantánamo. Apeló a los grandes valores del sueño americano y acabó exigiendo un muro con México. Ofreció unidad a una nación fracturada y al final sólo puso sobre la mesa más polarización y rechazo a los inmigrantes. Al cabo de más de una hora de intervención, Trump terminó siendo Trump, el presidente de la división.

“¡Presidente Donald Trump!”. El sargento de armas del Congreso dio la voz y bajo la cúpula del Capitolio se elevó un atronador aplauso. El cuadragésimo quinto presidente hacía su entrada en el santuario de la democracia estadounidense. Traje oscuro y corbata azul eléctrico, Trump avanzó entre saludos y aplausos hacia la tribuna. Iba a ser su primer discurso del estado de la Unión. Esa cumbre del ceremonial estadounidense en el que un presidente, ante las más altas autoridades y con una nación clavada a la pantalla, revisa sus logros y traza la senda que habrá de recorrer el país.

No era un reto fácil. Trump es ante todo un presidente poco convencional. Y quizá por ello mismo tomó la decisión de parecer lo menos Trump posible. Llegó al Congreso después de haber mantenido tres días de excepcional sobriedad tuitera y se dirigió a Estados Unidos con voz grave y un discurso, por momentos, ortodoxo. Desde el primer momento se advirtió la ausencia de su antiguo estratega Steve Bannon, el ideólogo del odio, muñidor de sus proclamas más salvajes.

El resultado fue una intervención muy del gusto republicano, que buscó elevarse por encima de las peleas tribales, pero que no pudo escapar del propio muro que, día a día, durante 12 vertiginosos meses ha construido. No hizo falta que hablase de la trama rusa ni de fake news (bulos). Tampoco que insultase. Sus propios demonios, desde la criminalización del inmigrante al desdén a los derechos humanos, acabaron ahogando sus promesas de unidad y un futuro mejor.

“Este es nuestro nuevo momento americano. Nunca hubo mejor tiempo para empezar a vivir el sueño americano. Esta noche hablaré del futuro que tendremos y del tipo de nación que seremos. Todos nosotros, juntos, como un solo equipo, una sola persona y una sola familia americana”, afirmó al inicio de su alocución, en un intento de salir de la paradoja en la que vive atrapado.

Bajo su mandato, la economía brilla, la tasa de desempleo es la más baja desde 2000 y la Bolsa supera máximos históricos. Pero Trump no ha logrado quebrar el maleficio que le persigue desde el primer día. Su valoración es la peor desde que se tiene registro, y la fractura social se ha ahondado como nunca en medio siglo. Esta quiebra en la confianza tiene su reflejo en el Congreso. De poco ha servido que los republicanos controlen la Casa Blanca y las dos Cámaras. La incapacidad del presidente para el pacto llevó hace apenas 10 días al cierre de la Administración federal. Su reapertura se logró tras un acuerdo agónico que dio de plazo hasta el 8 de febrero para resolver el destino de los dreamers (soñadores), los inmigrantes que llegaron a Estados Unidos siendo menores y ahora ven crecer ante sus ojos la amenaza de la deportación.

Esa cuenta atrás planeó muda sobre toda la intervención de Trump, quien ante congresistas y senadores buscó tender puentes con un mensaje de concordia. “Esta noche tiendo una mano para trabajar con los miembros de ambos partidos, demócratas y republicanos, para proteger a nuestros ciudadanos, de cualquier origen, color y credo. Las comunidades que luchan, especialmente las comunidades inmigrantes, serán ayudadas por políticas migratorias que se enfocan en el interés de los trabajadores americanos y las familias americanas”, dijo.

Pero el ofrecimiento, grandilocuente como toda la intervención, pronto quedó en el vacío. Tras tender la mano, enseñó el puño. Fiel a su estilo, tomó a los dreamers como rehenes y lanzó sobre la mesa una propuesta venenosa. A cambio de permitirles la estancia en el país, pidió la construcción del muro con México, acabar con el reagrupamiento familiar y someter la concesión de visado a criterios de eficiencia económica. Una oferta indigerible para los demócratas, fuertemente anclados en el electorado hispano.

Luego dio un paso más y, en un país con 13 millones de sin papeles, no dudó en vincular la “inmigración ilegal” con la criminalidad y las drogas. Para ello trajo a colación los asesinatos de la mara MS-13, las muertes por sobredosis y hasta los salarios bajos de la clase trabajadora. Frente a este infierno, él se presentó como el defensor de los inocentes y proclamó que su “deber sagrado como presidente era proteger a los americanos”. “Los americanos también son dreamers”, remachó bajo una lluvia de aplausos de los republicanos.

Fue quizá el momento más amargo de todo su discurso. La vuelta al Trump más esperable y cautivo del voto radical. Esa base blanca y obrera que tras un año de Gobierno se mantiene leal y ante la que el presidente exhibió las bondades de su programa de gobierno. Desde los datos de paro hasta los beneficios de su reforma fiscal y los avances de su agenda proteccionista. Los pilares de lo que el presidente denominó una “América fuerte, segura y orgullosa” que, as u juicio, dará otro paso adelante con la puesta en marcha de su plan de 1,5 billones de dólares en infraestructuras. “Podemos ser cualquier cosa, podemos conseguirlo absolutamente todo”, llegó a decir.

Aunque dedicó la mayor parte de su intervención a los asuntos domésticos, no olvidó la política exterior. Pero no para tratar de diplomacia, acuerdos y cooperación. En los antípodas de su antecesor, Barack Obama, el presidente vibró con los cantos guerreros. Pidió una ovación para el secretario de Defensa, el general Jim Mattis, defendió el incremento del gasto militar y apostó por al arma nuclear. “No estamos en el momento de eliminarla”, afirmó.

Aunque en los planes de su Administración, China y Rusia han cobrado la dimensión de adversarios estratégicos, en su discurso pasó de puntillas sobre ellos. Su atención se la dedicó al terrorismo internacional y anunció una orden ejecutiva para asegurar la continuidad de la terrible prisión de Guantánamo. Irán, Cuba y Venezuela también fueron blanco de su censura, pero la preeminencia se la llevó Corea del Norte, “la más brutal y cruel dictadura de planeta”. “Aplicaremos una política de máxima presión”, afirmó, al tiempo que rendía homenaje a los padres de Otto Warmbier, el estudiante estadounidense que murió después de penar absurdamente en prisiones norcoreanas.

Fue un recorrido de músculo donde Trump se mostró más claro que en otros apartados y pudo apelar al sentimiento patriótico que tanto le gusta. “La debilidad es el camino más seguro hacia el conflicto. Y un poder sin par es la forma más segura de defensa”, resumió.

La intervención terminó como empezó. Con una apelación al sueño americano y a la unidad de la nación. “Mientras confiemos en nuestros valores, en la fe en nuestros ciudadanos y en Dios, no fracasaremos”, dijo el presidente bajo una atronadora ovación de sus seguidores republicanos. La bancada demócrata mantuvo el silencio. Lejos de haberles convencido, el presidente había expuesto otra vez la fractura que les separa. La división que desde que llegó a la Casa Blanca le persigue y que anoche Trump, por mucho que quisiera ser otro, volvió a ahondar.

El País

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