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Rodolfo Izaguirre: Sobre el caballo del tiempo

 

Para Alberto Hernández por su sollozo absurdo

 

¡Él sigue arrastrando su caudal! Lo hace desde mucho tiempo atrás, ¡antes de que naciéramos! A veces crece y se desbordan sus aguas causando estragos, llantos y más pobreza; en otras, cuando comienza a cabecear, es decir, cuando deja de crecer, ve disminuir su impetuosidad y baja su torrente hasta niveles de alarma. Puede entonces la gente extasiarse con la piedra de la sapoara allí donde el río majestuoso se convierte en Angostura, pero siempre haciéndose mar.

Y desde la ventana, teniendo en primer plano la calle y el malecón o junto a sus riberas, sin tocarlo, puedo saber todo lo que hay que saber de él sin necesidad alguna de humedecer mis manos porque puedo disponer de equipos e instrumentos de análisis y mediciones y calcular el volumen de sus aguas, su composición, qué vidas arrastra, qué otras aguas lo alimentan a su paso por las desigualdades de la geografía y conocer sus comienzos cuando es apenas una gota que brota de la piedra en la profundidad de los misterios amazónicos; sus raudales, la espuma de los remolinos que se hacen y se deshacen en el choque contra las rocas; la consistencia de sus sedimentos. Y con fingida humildad puedo divulgar en privilegiadas revistas científicas mis conocimientos y rozar la efímera gloria de la vanidad.

Pero también puedo conocerlo sentado en su ribera, viéndolo pasar, sin comprometerme; un alelado testigo, o un silencioso pero atento y poético observador y él seguirá pasando frente a mí, eterno e indiferente, sin evidenciar la poderosa fuerza que corre debajo de la presunta y sosegada superficie de sus aguas.

Con precaución, puedo bañarme en él, sabiendo que en la antigua Grecia alguien dijo que “sobre aquellos que se meten en el mismo río pasan aguas siempre distintas”, pero que nosotros conocemos como el “no nos bañamos dos veces en el mismo río”. En todo caso, puedo reír, gozoso, mientras chapoteo en sus aguas; y si me apetece puedo, incluso, aventurarme y cruzarlo a nado desde una a otra ribera y celebrar la hazaña escuchando el clamor de los chicos y las chicas del río.

¡Desnudarme y dejar que me acaricie! Soñar, sentir el éxtasis del sol declinando o el pasivo prodigio de la luna iluminando al caballo del tiempo que galopa sobre el viento y el agua.

Pero en lugar de entenderlo valiéndome de aparatos; hacerlo mío mirándolo desde la ventana o sentado en sus riberas, estudiarlo o disertar sobre él solo para ver mi nombre en los anales de la ciencia y del conocimiento; en lugar de extender el brazo y tocarlo con los dedos o cruzarlo a nado para canonizar mi arrogancia, prefiero lanzarme en él, sumergirme, dejarme llevar sin oponerme, sin ofrecer resistencia; abandonarme en su corriente y dejar que me conduzca a ninguna parte; esto es, a ningún lugar conocido, paraíso o infierno, donde finalmente me depositará y seguirá o no su rumbo, la eterna sinuosidad de su propio curso, marcando el destino de quienes como tú o como yo nos lanzamos ciegamente en sus aguas.

Seríamos nuevos Ulises más cautelosos, más atentos; aprenderíamos a ser más prudentes: a no toparnos con manatíes de tetas inverosímiles; no nos atreveríamos a llegar a Itaca para no sorprender a Penélope tejiendo nuestra mortaja en lugar del chal; nos empeñaríamos, por el contrario, en permanecer en la corriente; persistir en la aventura pero arrastrados por la impetuosidad de sus aguas y descubrir, gracias a las “Gestiones” de Rafael Cadenas, que “la aventura/ nos trajo/ este bien: no ser dueños” y galoparíamos en el viento; seríamos el agua que se pulveriza al precipitarse en sus caídas, la espuma que se forma en el choque contra las negruzcas piedras del cauce o el bramido de sus crecidas, las avenidas que atruenan desde la montaña.

Inventaríamos otras riberas, otra suerte de árboles; despojos, recodos para el reposo; peñascos y saltos majestuosos; poblaciones hostiles o amigables levantadas en las orillas parloteando en lenguas desconocidas, con catedrales semiocultas en el centro de ciudades altivas y orgullosas. Y seguiríamos sumergidos, arrastrados por una fuerza superior a la de las aspas de los molinos de nuestra voluntad. Nos dejaríamos llevar como en el poema de Elizabeth Schön: “En el allá disparado desde ningún comienzo”, sin saber adónde llegaremos: ¡sin saber qué hará el río con nosotros!

Y al avanzar, hundidos en sus aguas, dejándonos llevar por la corriente, superando los riesgos de sus raudales, estaríamos buscando el lenguaje que habrá de revelar el enigma que somos; la música que, oculta en la palabra, dará cuerpo y vida a nuestras vidas. ¡Seríamos como el pequeño pez que recurre a la madre y pide conocer el mar! Y ella, cariñosamente, responde: “¡Tú eres, el mar!”.

¡Entonces podremos prescindir de los instrumentos que sirven para el cálculo y las medidas porque nos habremos convertido en el río que fluye en nosotros ¡y solo así venceríamos al tiempo y a la muerte!

El río de aguas resplandecientes como el cristal, el agua que brota del manantial de la montaña, al pie del Árbol de la Vida. La que bebí en la casa de las ancianas tías de Adriano González León en el Alto de Escuque, “no lejos, dijo Adriano, de un páramo donde crece la hierba de la eternidad y respira el frailejón con sus hojas de llanto casi animal”.

¡Y seguiremos, tú y yo, galopando sobre el caballo del tiempo!

 

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