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Ibsen Martínez: Bizarro dos veces México

Pues, señor, en este cuento de hace casi un siglo uno de los generales de la Revolución Mexicana viaja por una carretera y le dice al chofer: “Oríllate que tengo ganas de mear”.

Me lo contó Julio Patán hace muchos años, durante un memorable simposio tequilero en un ruidoso local de Coyoacán y desde entonces me figuro siempre al general como alguien igualito al Indio Fernández tal como aparece en La pandilla salvaje, de Sam Peckinpah, haciendo de desalmado mandón de montonera.

Solo que el general de este cuento no es un pinche mandón de montonera, no señor: ya la revolución va camino a institucionalizarse, así que nuestro hombre es un ventripotente gobernador de Estado con urgencia urinaria. Anochece.

El general viaja conversando animadamente, más bien monologando animadamente, sobre las vainas de la vida y, mientras desagua, sigue hablándole a su chofer por sobre el hombro. Frente a él, un descampado a oscuras desde donde un perro, algo extrañado, comienza a ladrarle.

Corte a subjetiva del perro: un general mexicano que muy verosímilmente regresa de un largo almuerzo con sus panas hace pipí junto a un sedán descapotable que tiene los faros encendidos. Entonces, otro perro comienza también a ladrar desde la oscuridad del monte. Instantes más tarde, aún otro perro se les une hasta que el ladrido coral que acompaña la micción del general remonta un crescendo.

El concierto perruno suscita en el general un comentario, genial a mi modo de ver, pero que no voy a compartir con ustedes porque me obliga la promesa que hice a Patán de no revelar el sorprendente desenlace de la anécdota que él y su carnal, el historiador Alejandro Rosas, han reservado para la segunda parte de México bizarro, libro bizarro cuyo asunto es México y todas sus bizarras historias. A continuación, un breve excurso sobre la palabra “bizarro”.

Como se sabe, en español dícese “bizarro” de aquel a quien lo asiste la gallardía y el ánimo impertérrito en el combate que es la vida. En otras lenguas, en cambio, como el inglés y el francés, bizarro amalgama lo insólito, lo grotesco, lo contradictorio. Es con este sentido que la palabreja se ofrece también ahora en nuestro idioma y, la verdad, al título de Rosas y Patán le viene como anillo al dedo.

México bizarro es un libro digresivo que puede abrirse y leerse provechosamente en cualquiera de sus páginas en las que lo mismo puedes topar con la verdadera historia de los Niños héroes que con una semblanza de José López Portillo, el hombre que una vez dijo “soy responsable del timón, pero no de la tormenta”, o una nota sobre la huelga de hambre de 36 horas Carlos Salinas de Gortari.

La prosa vivaz y penetrante de Rosas y Patán discurre sin que valga la pena discernir cuál de los dos escribe tal o cual capítulo del libro porque juntos funcionan igual que Lennon y McCartney. ¿A quién puede importarle cuál de los dos compuso Michelle?

México bizarro trae una guía de lectura que discrimina política, entretenimiento, leyendas urbanas y santoral bizarro: taxonomía que abarca desde la crónica de la vidente contratada por la Procuraduría para adivinar quién asesinó a Manuel Muñoz Rocha hasta la trayectoria que, antropológicamente, lleva del narco al charro.

El resultado, sin embargo, no es una ocurrente miscelánea de disparates de la Historia, sino un ejemplo superlativo del género mexicano por excelencia: la indagación de lo nacional.

Solo que Rosas y Patán emprenden la suya desde el punto de mira de un perro realengo que ladra al general que orina a la vera del camino mientras cae la noche.

De ahí su mérito y su triunfo.

@ibsenmartinez

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