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Rafael del Naranco: ¿Qué cosa es el despecho?

El enorme ejido  extendido en surcos con raíces de olivos retorcidos, jaras, madroños, alcornoques, olmos solitarios en medio de la nada, ha mantenido,  sobre  la copla española aventada cual sementera,  la razón imperiosa de su existir, y sobre ella, cada una de sus alegrías y las grandes y funestas angustias  trenzadas entre el yeso y la blanca paloma del poema de Rafael Alberti.

Hay momentos en que letrillas entonadas  se desentierran   mientras en sus aposentos los hálitos de las estrofas   – Miguel Molina, Rafael Farina, Manolo Caracol, Imperio Argentina, Concha Piquer, la Niña de los Peines, Pepe Marchena, Isabel Pantoja y Pasión Vega entre un remolino de artistas inolvidables –  arrancan las canciones al  donaire de un duermevela castizo, mientras preguntan al socaire de la fragua, bajo el requiebro de un martinete,  la frase precisa:

 “¿Qué cosa es despecho?”.

Silencio tajante. Nadie lo sabe. Puede ser un ronroneo, la mirada furtiva entre las enaguas  almidonadas de  la novia virgen, el gorrión herido en el regazo de la madre palmaria, un adiós ensortijado, cierta  palabra malquerida, quizás la navaja abierta apretada al puño o esa brumosa herida de amor envuelta en un tornado  de pena trashumante.

Muy  lejos,  más allá de la empalizada del huerto, tras los cañaverales, un coro rociero respondía al unísono: “Tristeza del bien ajeno”.

La malevolencia peninsular hispana,  al ser parte de su propio atributo,  comenta en las esquinas o sobre un tablao humedecido de vino,  la frase precisa y tajante: un alborozo dulzón que Idolatra a sus ídolos y a la vez siente placer indescriptible cuando la imagen reverenciada se hace pedazos.

Eso, lo dicho,  es parte insalvable de la copla, la misma a la que se le pude uncir al yugo arrabalero del tango: “Un sentimiento triste que se canta”.

¿Quién  no ha lagrimeado alguna vez  al oír  “Falsa moneda”, “Ojos verdes”, “La bien pagá”, “La zarzamora”  “Marinero de luces” o “Mi niña Lola”?

La copla es parte de la memoria sentimental, cobriza y rasgada,   del pueblo celtíbero. A su lado, el fado portugués la mira, lagrimea y calla.  Sin ella, la   España de “charanga y pandereta” sería todo menos un sufrimiento baldío. El propio viento carpetovetónico  revestido de luces repite una y cientos de veces:

 ¡Malaya la suerte mala!

La estrofa agridulce va de la “morenita de aceituna” en la voz de Fernando de la Morena, en un Jerez de la Frontera que hasta las calles cantan y los azulejos  trenzan en sogas  las ramas de las arboledas, al trinar del fallecido  Enrique Morente – el Picasso del cante-  con  “Venta Zoraida” y “Si mi voz muriera en tierra”.

Ella, la copla despechada, tañe, clama, fluye y se desgarra en hervores sobre tonadilleras con mantilla de Viernes Santo, bata de cola verde oscuro y  corazones picados por asta de torito asustado.

Lo señaló Manuel Machado sobre un viento de olés que estremecen saliendo una noche sin luna  de las cuevas del Sacromonte granadino:

 “Hasta que el pueblo las canta, / las coplas, coplas no son, / y cuando las canta el pueblo, / ya nadie sabe el autor”.

Federico García Lorca lo dictaminó con un golpeteo jondo e  inmortal:

“Copla, gitana y sola”.

 

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