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Federico Vegas: El peor de los mundos posibles

 

Después de haber sido goleados por el Barcelona, entrevistan al capitán del Betis, Joaquín Sánchez, quien ofrece la explicación que le parece más sensata:

—Es que ya no sabemos ni qué decir de Lionel Messi.

Los periodistas deportivos tampoco hayan qué decir. Tienen años buscando adjetivos, comparaciones, explicaciones, y han empezado a adentrarse en la religión y la ciencia ficción. En un reciente artículo de El País, “Messi lee la hierba”, lo describen “tan absorto en su pequeño palmo de terreno que parece haberse teletransportado lejos, a otra dimensión, como esos superhéroes que perciben su entorno a cámara lenta”.

Al leer semejantes desvaríos, me pregunto:

—¿En qué se parecen Messi y el gobierno de Venezuela?

—En que no hay palabras.

Comparar la excelencia de un jugador de fútbol con el catastrófico gobierno de un país es un absurdo, pero de absurdos estamos hablando. Para mantener el argot deportivo, imaginemos un equipo cuyos jugadores se cagan en el césped, le lanzan la mierda al público y lo obligan a ver, una y otra vez, el mismo partido.

Si comparamos lo que hoy es Venezuela, con lo que Venezuela podría ser, concluimos en que se encuentra bajo el yugo del peor gobierno del planeta. Esta dolorosa ecuación pareciera ser inobjetable, pero las dudas comienzan cuando nos asomamos a las reflexiones del filósofo Gottfried Wilhelm Leibniz, quien aseguraba que vivimos en el mejor de los mundos posibles.

Según Leibniz, Dios es capaz de crear la versión del mundo más estable y equilibrada entre la perfección y la imperfección, entre lo heterogéneo y lo homogéneo. Esta última dualidad es fascinante, esclarecedora y nos atañe. El infierno viene a ser la máxima homogeneidad: un lugar donde los pecados se repiten eternamente. El paraíso representa el extremo de la máxima heterogeneidad: un lugar donde nos ofrecen una variedad ilimitada de opciones.

James Joyce hizo una vez un comentario que puede ayudarnos a enfrentar la calamidad de un gobierno para el que no hay palabras: “Ya que no podemos cambiar de país, cambiemos de tema”. Millones de venezolanos han tomado la otra opción: al no poder cambiar de tema han cambiado de país. ¡Qué paradoja la de un padre que abandona a su familia para buscarle una vida mejor!

Pero Leibniz no está hablando de un país en particular, sino del mundo en general. En esa totalidad, que incluye el pasado y el futuro, a los venezolanos nos ha tocado constituir un homogéneo estancamiento de opciones nulas y repeticiones tan infernales que somos capaces de equilibrar la balanza, mientras en el otro platillo concurren ejemplos latinoamericanos (para hablar de nuestros vecinos inmediatos) de una estimulante heterogeneidad. En un mundo cambiante el gobierno nos obliga a representar lo que debe solidificarse y ser siempre igual. De nada sirve cambiar de país o de tema cuando el problema que nos concierne es un mundo cuyas posibilidades están afectadas por el peso insoportable de nuestra absurda situación.

Puede que Dios haya creado el mejor de los mundos, pero esto no quiere decir que deba continuar sucediendo. Quizás lo que más ha dificultado resolver las penurias de Venezuela, un infierno que está llamado a ser un paraíso, es pretender resolver los problemas nacionales sin considerar sus implicaciones mundiales e históricas. Hay organizaciones internacionales que sí han comprendido cómo aprovecharse del caso Venezuela y son las que más efectivamente han minado nuestra independencia y posibilidad de evolucionar. ¿Cómo puede un país, cada vez más miserable, resolver desde adentro los hilos, cada vez más poderosos, que se manejan desde afuera? El narcotráfico es uno de los más ávidos comensales en el festín, por lo bien que se ajusta a la estructura, a los requerimientos y al estilo del gobierno venezolano.

Quedarse sin palabras no implica dejar de pensar. Las palabras nos ayudan a expresarnos, pero su verdadero propósito es hacernos conscientes de todo lo que ellas mismas no logran abarcar, descubrir, definir. Nuestras palabras se han ido convirtiendo en límites, en promontorios para asomarnos a un fondo inmensurable donde hay inéditas injusticias, tramoyas y escalas que aún no han sido bautizadas. Hoy en día nuestro caso es una referencia mundial, un nuevo verbo que ha ido tomando cuerpo con los sufrimientos de nuestra carne, un arquetipo que afecta a la historia de la humanidad y la concepción de lo que es admisible y posible. Todo lo que somos afecta lo que en otros países puede suceder. A pesar de estas razones, en el mundo entero ya comienzan a cansarse hasta de los lamentos de los emigrantes venezolanos. Se sienten desvinculados de nuestras desgracias y nos preguntan cada vez con más sorna, como si se tratara solo de eliminar un equipo de jugadores tan mamarrachos que da vergüenza verlos jugar:

—¿Entonces por qué no sacan a esos tipos?

Y ya no encontramos qué contestar.

 

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