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Víctor Bolívar: El regalo de Maradona

 

La primera víctima de todas las guerras es la verdad. Y no cabe duda de que lo que vivimos en Venezuela es un conflicto con lógica y propósito de exterminio. Se nos ha tratado como enemigos de la patria por aquellos que estando en el poder confunden su propia condición con la esencia de la república. Pero de eso se trata el proceso de simplificación extrema de la realidad y el intento de implantar en la narrativa la presencia de un enemigo único a quien conferirle todas las culpas de todos los males. Ellos, que son la izquierda, y presumen precisamente de ser los turiferarios del marxismo, acusan al resto del país, la mayoría, de ser eso que ellos llaman “la derecha”. Y como tales, traidores contumaces contra los supremos intereses de un país de fantasía que ellos se inventaron a conveniencia. Ese país, vacío de realidad, pero lleno de corrupción y saqueadores voraces, pretende someter al país real, pero invocando la complacencia de sus ciudadanos. Empero, no hay violencia que no sea un astringente de la legitimidad. El “a juro” no se lleva bien con la seducción. Ellos lo saben. Ellos comprenden que es una mezcla imposible. Pero al finan a los comunistas eso no les importa. Ellos se conforman con la propaganda y lo que allí alucinan.

Todos somos víctimas y rehenes. Lo son los políticos que no se prestan a las transacciones indebidas. También los empleados públicos que no agachan la cabeza. Los militares que no ejercen una lealtad perruna. Los jóvenes que se resisten a pensar monocromáticamente. Los empresarios que no consienten el enchufe. Las mujeres que no se quieren prostituir. Los hombres que no se dejan seducir por la adulancia. Los niños que hacen preguntas incómodas. Los ancianos que se rebelan a una cola infame. Los medios de comunicación que no se callan. Las organizaciones gremiales que no dejan de exigir y de denunciar sin ambages. Todos, a pesar de la diversidad, somos esa suma individualizada que ellos despachan con la categoría de “escuálidos” y que les estorba intensamente. A ellos el país les parece un obstáculo.

Ellos no son culpables de nada. Ni siquiera de sus propios errores. La “guerra económica”, la “conspiración imperial”, los “vasallos del imperio”, los “hijos de Trump”, los “ladrones de cables y equipos eléctricos”, los “saboteadores de los servicios públicos”, “el niño o la niña”, la mala voluntad de los que quieren la infelicidad de los pueblos, los borbones, las apetencias coloniales de España, los bachaqueros, los contrabandistas, los golpistas, los traficantes de billetes, cualquier otro fenómeno o conjura, menos ellos. Ellos que tienen todo el poder, que han concentrado todos los recursos, que exhiben ese poderío armamentista y que ya no ocultan los signos exteriores de riqueza, nunca tienen la culpa de nada. Pero la realidad es otra. Ellos usan la propaganda para tratar de evadir, distraer y perturbar la capacidad de juicio de la gente. Pero la gente sabe intuitivamente que hay una relación entre poder, disposición de recursos y resultados.

Pero ellos exageran y agravan. Además, son expertos en las falacias conspirativas. Un precio mal marcado lo muestran como axioma de la guerra económica. Un almacén con inventarios para una semana lo transforman en la demostración palpable de una conspiración de especuladores. Ellos viven de la dramatización peripatética, de extremar cualquier ocurrencia, casual o no. Si se suspende el servicio eléctrico o hay un atasco en los sistemas, o por casualidad ocurre la escasez de alguna materia prima o insumo, de inmediato la transforman en la evidencia palpable de su discurso persecutorio. Ellos, siendo victimarios quieren mostrarse como víctimas. La tragedia es que ahora son muy pocos los que creen en esas patrañas. Se han transformado en un pasquín barato que nadie quiere leer.

Pero son los reyes de la vulgar banalización. Han popularizado el desparpajo. Se solazan en la igualación ramplona que los transforma a todos en compinches del mal gusto. Todo lo reducen a la más pueril simplificación. Como ocurre con los guiones de las malas telenovelas. Como si se trataran de zombis lingüísticos, apostando a la escasa capacidad receptiva de las masas y a su limitada comprensión. El uso de la neolengua hace estragos en las opciones de discernimiento.  Pero en el fondo es la instrumentación de un gran desprecio. Ellos creen que el pueblo es ignorante, bruto e ingenuo. Apuestan a que no sacan las cuentas, y a que no perfeccionan sus convicciones a través de la experiencia. En eso se equivocan tajantemente. Vivir tan de cerca y tan intensamente una tiranía deja secuelas dolorosas, pero sobre todo obliga a un aprendizaje sobre la verdad y la mentira, sobre lo que conviene y lo que nunca más se debe aceptar. Más allá del bailoteo del oprobio, más allá del estribillo reiterado, más allá del verso obligado que rima a Maduro con duro, seguro, apuro y quien sabe cuál otra palabra, los significantes son pobres insinuaciones del vacío y exigencia forzada y entregarnos a la más atrevida improvisación. Los providencialismos impotentes no son atractivos, por eso ellos ya no encajan en ninguno de los rangos del carisma populista. No tienen nada que decir u ofrecer. Ni distraen ni alimentan. Son aburridos tanto como incapaces de proveer.

Porque la verdad ya luce inocultable. Lo cierto es el descrédito internacional y la quiebra de las empresas públicas, incluido el negocio petrolero. La verdad que trasluce es el colapso del país y la imposibilidad reiterada de cambiar el curso que nos lleva hacia el desastre si antes no cambiamos al régimen. La realidad que se escapa de la represión de las cadenas y de las propagandas nos relatan un país victimizado, lleno de presos políticos, hastiado de las muertes sin sentido y de las partidas hacia ningún destino. La verdad es que no hay comida en las casas ni forma de comprarla, sin importar demasiado en quién crean los comensales. Chavistas u opositores, civiles o militares, funcionarios o empleados privados, trabajadores o empresarios, pobres o clases medias, todos, absolutamente todos están pasando la dentera mientras ellos, unos pocos, desahuciados de sensatez todavía se exhiben con toda esa flagrancia mientras juran que no son culpables de nada. El reloj que Maradona le regaló a Nicolás en ocasión del cierre de la parodia de mayo es todo un signo: la vileza concentrada y exhibida a una congregación de menesterosos obligados a escuchar las mentiras de siempre pero ahora con una suspicacia infranqueable. ¿Cuánta hambre había acumulada en esa avenida que lucía más que vacía? ¿Cuánta desfachatez se mostraba desde la tarima? La hora de la verdad ha llegado, y llegó con una carga de frustración que costará manejar a los que hasta ahora han trajinado toda esta tramoya. Con mentiras no se llena el estómago. Y sin el estómago saciado, no hay mentira que caiga bien. La verdad es en ese sentido tan esplendorosa como amenazante. Y ellos la presienten como una lanza encajada en sus entrañas.

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