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Antonio Sánchez García: Las babas del diablo

 

Evio di Marzo, in memoriam

Confieso haberme sentido profundamente afectado por el asesinato de Evio di Marzo. Como por cierto por el de tantos y tantos venezolanos que han encontrado la muerte bajo el horror delincuencial que sacude a nuestro país, particularmente desde que se desbarrancara por los abismos del golpismo y el asalto al Poder por el castro chavismo. A estas alturas y desde que Venezuela se hundiera bajo el horror de la revolución más absurda, más contra natura y reaccionaria de que yo tenga conocimiento y memoria, tantos asesinados como las víctimas que dejaran las guerras civiles del Siglo XIX: medio millón de víctimas mortales.

Pertenezco a la triste condición de la inmensa mayoría de mis conciudadanos: he sido asaltado personalmente, en la calle y bajo la amenaza de armas de fuego, en seis oportunidades. En distintos lugares de Caracas y en una ocasión, víctima de una operación aviesamente preparada bajo el subterfugio de la venta de un vehículo, por una banda de facinerosos motorizados y fuertemente armados en la ciudad de Porlamar, en Margarita. Es conocido el asalto que sufriéramos una madrugada con mi familia, amenazados de muerte y secuestro por tres jóvenes venezolanos enmascarados que, gracias sobre todo a la sangre fría, el carisma y la bondad de mi esposa pudimos saldar sin consecuencias mortales. Si en todas ellas y en esa última ocasión hubiéramos reaccionado como lo hiciera nuestro bien amado amigo Evio de Marzo, hubiéramos terminado nuestras vidas en medio de un charco de sangre. A pesar de lo cual, también nos afectó saber que dos de los tres asaltantes habían sido localizados y muertos por las fuerzas policiales: por su edad, bien hubieran podido ser nuestros nietos. Imaginamos el sufrimiento de sus padres.

Jamás se vivió algo semejante durante los tres complejos, difíciles y traumáticos años vividos bajo el gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular en Chile. La polarización, que llegó al máximo rigor de los extremos bajo los clásicos parámetros de la lucha de clases según los dictados del marxismo leninismo, jamás desbordó los ámbitos sociales y culturales de lo estrictamente político. Con la máxima rudeza. Pero la sociedad chilena jamás cayó bajo los términos de la barbarie, la criminalidad, la corrupción y la bajeza moral y espiritual a los que ha descendido la sociedad venezolana bajo este auténtico regreso compulsivo al oscuro corazón de nuestras tinieblas. Lo que se ha traducido en la criminalización de la política y la politización de la criminalidad. Es imposible saber hoy por hoy quién es más hampón: si el presidente de la República que debe velar por la salud de la República, su ministro de defensa que debe asegurar su máxima soberanía territorial, hoy ultrajada por la presencia de fuerzas invasoras cubanas, o su ministro de interior y justicia encargado de garantizar la seguridad ciudadana. O los jóvenes hampones que asesinaron a Evio di Marzo. ¿Dónde se incuban y guarecen los asesinos? ¿En Miraflores, en Fuerte Tiuna, en los cuarteles, ministerios, alcaldías y gobernaciones del PSUV o en nuestros desamparados y empobrecidos barrios, en medio de la espantosa miseria de por estas calles?

Nada de toda esta tragedia nos es desconocida a los venezolanos, que ya nos hemos habituado a ella, acosados de la mañana a la noche, e incluso en nuestros sueños por todas las plagas bíblicas del horror totalitario: la represión, la persecución, la cárcel, el hambre, el destierro, la miseria, la enfermedad, el miedo, el terror, el asesinato y la muerte. Los viejos y los nuevos jinetes del Apocalipsis. Pero hay dos fenómenos que nos son novedosos, a pesar de nuestra larga experiencia en dictaduras, algunas de ellas, como la de Juan Vicente Gómez, incluso tiránica: la huida masiva, incontenible y siempre creciente de nuestros conocidos, amigos, vecinos y familiares que tal vez no volveremos a ver en lo poco que nos resta de vida, en un éxodo que transparenta, tras todas sus muy legítimas, poderosas e inocultables razones, un frágil lazo de pertenencia a la Patria común, que explica asimismo la inhumanidad de los gobernantes. De cuya verdadera nacionalidad cabe sostener las más fundadas dudas. Pues, ¿cómo habría un venezolano de corazón, nacido bajo este cielo y junto a estos mares querer devastar hasta sus cimientos y hacer desaparecer de la tierra el lugar que nos dio la vida, los amigos que nos vieron crecer, los barrios que nos han enseñado a ser felices y ahora nos acompañan, solitarios como la muerte, de la mañana a la noche: “insomne, sorda, como un viejo recuerdo o un vicio antiguo”?

El otro es aún más grave y de consecuencias aún inestimables: la canibalización de nuestros sentimientos y la vía libre a la irracionalidad que transparentan las redes. Dejan ver la falta de compasión, comprensión y entendimiento de nuestros propios sufrimientos, desencajados por la impiedad, el rencor y la ira. Al extremo de agradecer y legitimar el asesinato de un semejante, si pertenecía al bando contrario. O llegar al extremo de culparlo por haber sido víctima de un hecho monstruoso.

“Le dieron de su propia medicina”, me comentó alguien. Como si mi amigo Evio di Marzo hubiera sido un asesino. Y no un hombre bueno de un corazón inconmensurable. Ha sido la tónica dominante en las redes: la impiedad, no la compasión; la crueldad, no la simpatía; la ira, no la solidaridad; el prejuicio, no el razonamiento. Se han roto todos los diques espirituales que mantenían la cohesión identitaria de nuestra sociedad y parecemos una jauría de acorralados animales salvajes cuyos instintos de supervivencia han sido trastornados, convirtiendo a nuestros semejantes en miembros de una jauría y a todos nuestros adversarios en mortales enemigos. ¿Qué tiene que ver este imperio de la barbarie con la política? ¿Qué tiene que ver este desfogue irracional y prejuicioso de nuestra emotividad con la voluntad de justicia y libertad que debiera animarnos? Y conste: no he sido ni jamás seré un comeflor. Como el intelectual de ideas liberales que he llegado a ser, he asumido mis responsabilidades de ejercer la autocrítica y la oposición con la mayor radicalidad que he considerado necesaria en función de la extrema gravedad de esta brutal crisis de excepción que nos aflige, con todos los riesgos que ello implica. Y en defensa de nuestros ideales de libertad y justicia he puesto al servicio de mi país todos los conocimientos y experiencias que me facultan para legitimar mis opiniones. Pero una cosa son las ideas y las creencias, el viril y sincero combate ideológico de posiciones, y otra muy distinta desatar los prejuicios y los odios alimentados por la mala fe, el oportunismo y la ignorancia. De cuyos siniestros efectos también nosotros hemos sido víctimas.

Son las babas del diablo, la maldad que se apodera de los individuos aislados cuando son víctimas de su impotencia ante el curso suicida que toman sus élites: la irracionalidad que dicta el fracaso del individuo ante el derrumbe de la cohesión social. La automutilación de nuestros valores civilizatorios más sagrados. La orfandad de respuestas ante nuestra crasa ignorancia. Hemos perdido el control de nuestra pequeña humanidad. Golpeamos a diestra y siniestra cuando algo – una canción, una idea, un comportamiento, una figura estimable – parece ir en contra de lo que quisiera dictarle al universo nuestra propia, mezquina y autoritaria personalidad. Es el triunfo del nazismo que se sustenta, lo descubrieron los judíos alemanes Theodor Adorno y Max Horkheimer, precisamente en la personalidad autoritaria. El enemigo dejó de estar afuera: ya está dentro de nosotros. Que Dios nos ampare.

@sangarccs

 

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