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Miguel Martínez Meucci: Cinco dilemas y una certeza (y II)

 

En nuestro artículo anterior hicimos referencia a los siguientes temas. En primer lugar, señalamos la paradoja de que, existiendo ciertos amplios consensos en la población venezolana sobre la situación que ésta vive actualmente, no se logren articular acciones para superarla. En segundo lugar comentamos el papel principal que, en tal sentido, corresponde a los estadistas, y cómo dicho papel tiene que ver con la posibilidad de perfilar interpretaciones, narrativas y horizontes ampliamente compartidos. Y en tercer lugar, señalamos que para que eso se produzca parece útil reorientar el debate público actual hacia los dilemas realmente pertinentes a la hora de actuar, en el entendido de que ese debate parece girar hoy en torno a dilemas que más bien paralizan la acción concertada.

En este sentido perfilamos cinco posibles dilemas en torno a los cuales cabe reflexionar en el momento actual, y también esbozamos una certeza, a saber: los chavistas y exchavistas son tan imprescindibles para la nueva Venezuela democrática como nocivo para la misma resulta el chavismo, entendido como ideología y modelo de gobierno. Partiendo entonces de que las vías de salida de la actual catástrofe pasan por la integración de las personas en la misma medida en que deben excluirse las ideas y modelos que ocasionaron esta debacle, examinamos entonces los dilemas esbozados de cara a la acción.

El primero de los dilemas planteados era (1) ¿en qué medida deberían modificarse las instituciones del Estado venezolano para propiciar y sostener un cambio democratizador? Lo principal en este sentido tiene que ver con la validez de la actual Constitución para orientar el retorno a la democracia. A tal respecto, y ante la necesidad de pensar y materializar dicho proceso, es preciso tener en cuenta el valor real de las normas a la hora de regir la vida política de una nación, especialmente durante profundas crisis de legitimidad. La norma per se no ordena sin el concurso de una voluntad soberana, y esa voluntad requiere ser construida políticamente de modo previo. La construcción de dicha voluntad depende en buena medida de la existencia de un liderazgo capaz de interpretar y concertar las múltiples corrientes existentes en la población. Dadas las enormes dificultades inherentes a dicha tarea, especialmente en coyunturas de transición, lo aconsejable es no realizar cortes absolutos con la institucionalidad anterior, puesto que ésta puede fungir como punto de partida, nunca perfecto, del nuevo orden que se pretende instaurar; esta función se acentúa cuando ha sido precisamente el régimen que se pretende deponer el que ha violado sistemáticamente la Constitución. En otras palabras, el valor de esa Constitución no deriva principalmente de su calidad intrínseca, sino del hecho de representar ella misma el principio de continuidad de un orden constitucional y de constituir un espacio de consensos en una coyuntura como la de una transición a la democracia, que por lo general no suele producirlos con facilidad.

Por otro lado, considerando que el nacimiento de un nuevo orden democrático encarna la materialización de una nueva o renovada voluntad soberana, y si se pretende que dicho orden refleje un aprendizaje político y sea por tanto estable y duradero, parece también saludable que a nivel constitucional se reflejen, apenas sea posible, las mínimas modificaciones necesarias para alcanzar dichos objetivos. Dichas modificaciones fallarán si sólo pretenden institucionalizar arreglos políticos circunstanciales o si atienden a efímeros repartos de poder; por el contrario, lo conveniente es que nazcan de la reflexión que debería producirse luego de todo conflicto prolongado y que apunten a la renovación que necesariamente ha de experimentar una nación luego de atravesar calamidades como las que Venezuela han vivido en las últimas dos décadas. En este sentido, y al menos desde mi punto de vista, parece conveniente que la hipotética Constitución renovada de una futura Venezuela democrática facilite a la nación los principios fundamentales para una reconstrucción basada en el valor del trabajo y las iniciativas de la gente, y no de un Estado todopoderoso de cuyos aciertos dependamos obligatoriamente.

Este señalamiento se enlaza con el segundo dilema esbozado en nuestro artículo anterior, relacionado con (2) cuánto Estado hace falta para redemocratizar a Venezuela y recuperar su prosperidad perdida. Nuevamente, aquí conviene huir de posiciones dogmáticas e ideologías fanáticas. El pragmatismo más saludable en política, e imprescindible a la hora de sentar las bases de un nuevo orden político, se apega solamente a unos cuantos principios básicos y no a una detallada exposición ideológica. En este sentido, está claro que a Venezuela se le impone una profunda reforma del Estado; lo que se debate es el tipo de Estado que debería surgir a partir de dicha reforma. La sensatez aconseja la estructuración de un Estado tan pequeño y eficiente como sea posible. Por un lado resulta obvio que no habrá recursos para emprender políticas basadas en un voluminoso gasto público proveniente de una cuantiosa renta petrolera controlada enteramente por el Estado; por otro, a estas alturas deberíamos haber aprendido que los profundos vaivenes y desgracias experimentados por Venezuela en los últimos 30 años tienen que ver, precisamente, con las profundas reticencias que el conjunto de la nación plantó ante la necesidad de adaptarse a la globalización económica iniciada en los años 90. Destruida como está la economía venezolana en estos momentos, la posibilidad de reconstruirla con base en el valor del trabajo de la gente, y no en el gasto público, no sólo es ahora una opción deseable, sino una necesidad ineludible.

El tercer dilema que planteamos aquí tiene que ver con (3) cuánto consenso hace falta para propiciar un cambio democratizador y enriquecedor de la sociedad venezolana. Es un lugar común afirmar que todo andará mejor en política en la medida en que logremos grandes consensos; la pregunta incómoda tiene que ver con cuáles son las posibilidades de actuar y avanzar si todos tenemos que estar de acuerdo, y si esto es realmente posible en la práctica. Nos referimos, por un lado, a los consensos que se establecen entre las diversas élites políticas y sociales, pero también a los consensos mayoritarios que la opinión pública expresa a través de los resultados de las elecciones y de su participación en la opinión pública. La realidad, por lo tanto, es que la acción política suele implicar consensos que pasan por la exclusión de aquellas posiciones que impiden alcanzar los grandes objetivos generales, pero precisamente por eso hemos de tener en cuenta que el tipo de acción que finalmente se desarrollará dependerá del tipo de fuerzas políticas que resulten incluidas o excluidas. En función de lo anterior, consideramos que el tipo de consenso que realmente podría ayudar en la recuperación de la democracia no sólo debe ser un consenso entre demócratas (más que consensos con fuerzas políticas aún manifiestamente antidemocráticas), sino también un consenso orientado al cambio del régimen político. Consensos distintos a éste generarán siempre un “centro de gravedad” pro-statu quo y no pro-cambio en el sistema político.

El cuarto dilema planteado en nuestro artículo anterior tiene ver con (4) cuántos actos delictivos cometidos por los personeros del régimen saliente cabe pasar por alto, olvidar o perdonar. Si bien no existen respuestas fijas o correctas para ninguno de los dilemas aquí planteados, éste en particular resulta esquivo a recomendaciones demasiado precisas; de ahí las extraordinarias dificultades a las que se enfrenta todo ejercicio de justicia transicional. A veces se sostiene que para que el futuro pueda florecer es necesario olvidar, o que toda transición alberga cierta cuota de impunidad; por otro lado, la experiencia histórica demuestra que los fantasmas del pasado casi siempre reaparecen, incluso en cuerpo de las siguientes generaciones, y que sin arrepentimiento ni justicia difícilmente podrá haber perdón y paz. Además, conviene también recordar que perdón y olvido no son lo mismo, y que una nación difícilmente podrá aprender algo si no lo aprende de su propia historia. El tema exigiría una profundización que no nos resulta posible en este espacio, pero en lo que sí es posible afirmar aquí es que, con cada día que pasa, los cabecillas del régimen actual comprometen cada vez más las posibilidades de un acuerdo pacífico e institucional en estas materias. El dolor que sus decisiones imprimen a toda la población no cesa de crecer, del mismo modo en que no sólo se niegan a rectificar en alguna medida, sino que incluso persisten, día tras día, en emplear un lenguaje de odio documentable de mil maneras e instigador de una reacción cada vez más visceral. Su responsabilidad es directamente proporcional al poder y control que ejercen sobre el resto de la población. Mientras más se persista en esta tónica, mayores serán las dificultades para un futuro ejercicio de la justicia, y mayor será también la propensión de la población a tomársela por su propia mano. Precisamente por eso todo gesto de genuino arrepentimiento y apertura por parte del chavismo (tales como los que se han sistemáticamente demandado y negado en cada intento de “diálogo”) sería bien recibido y contribuiría a destrancar la terrible situación actual.

Por último, un quinto dilema gira en torno a (5) cuánta fuerza es lícito y oportuno desplegar para propiciar un cambio hacia la democracia. Hemos querido aquí insistir en el uso del término “fuerza” y no de violencia, porque mientras la fuerza implica la capacidad de ejercer algún tipo de coacción (capaz, por cierto, de desmontar la amenaza violenta), la violencia se caracteriza por el daño efectivo que es capaz de infligir a personas y bienes materiales. La coacción a la que nos referimos puede ser pacífica y ejercida fuera de las instituciones (fundamentalmente –pero no únicamente– a través de la desobediencia civil), lo cual no le impide ser justa y legítima cuando los canales institucionales han sido bloqueados y pervertidos. Este uso de la fuerza suele ser visto con sospecha por quienes han insistido en que la salida debe ser “constitucional, democrática, pacífica y electoral” (formulación adoptada por la MUD hace algunos años pero que en realidad proviene de los requerimientos planteados en la resolución 833 de la Organización de Estados Americanos, emitida el 16 de diciembre de 2002); no obstante, un cambio como el que dicha fórmula pregona (sin duda deseable y quizás factible en el momento en que fue emitida originalmente) equivale más bien a un cambio de gobierno y no a un cambio de régimen político, que es lo que las circunstancias actuales demandan en Venezuela. Lo realista al día de hoy, dada la situación actual, es suponer que las cosas no cambiarán sin el ejercicio de una mayor fuerza sobre el régimen, desde dentro y fuera del país. La ciudadanía tiene además el derecho inalienable a luchar por su propia supervivencia, como personas, familias y sociedad, contra un régimen tiránico que la somete irremisiblemente al hambre, la enfermedad o la emigración. Esto no quiere decir que dicho ejercicio de la fuerza sea fácil, cómodo o deseable, sino que luce imprescindible si en verdad se pretende modificar pronto el actual curso de los acontecimientos, de por sí ya absolutamente trágicos y de consecuencias irreversibles.

En definitiva, de los cinco dilemas anteriores y de las respuestas preliminares que hemos intentado esbozar (así como de la certeza de que el chavismo como ideología y modo de ejercer la política no es una opción que permita la viabilidad de Venezuela como estado, nación y sociedad) se infiere la necesidad de un discurso político que se posicione con respecto a tales dilemas, y que en nuestra opinión ha de plantear seriamente 1) la necesidad de realizar, por etapas y en su justo momento, las modificaciones que requiere el orden jurídico actual para fundar las bases de un renovado y estable orden democrático; 2) la realización de una pertinente reforma del Estado, apuntando a su reducción y fortalecimiento; 3) la articulación de consensos en torno a una estrategia claramente orientada al cambio de régimen político, y no a la preservación del statu quo; 4) la posibilidad de hacer justicia y perdonar en la misma medida en que desde el régimen se muestre una voluntad de arrepentimiento y convivencia democrática; y 5) el carácter imprescindible, urgente y vital que reviste el despliegue de una mayor fuerza, desde dentro y fuera de Venezuela, para propiciar un cambio de régimen político del cual depende, incluso, la supervivencia de millones de venezolanos.

Puede, cómo no, esperarse que ante tales dilemas se den respuestas distintas, que no se generen consensos o que se planteen otros dilemas como los esenciales en este momento, pero aquí nos limitamos a ofrecer esta perspectiva general y las opciones que nos parecen más convenientes o necesarias. Tanto los dilemas que planteamos como las opciones por las que nos decantamos conllevan una conclusión general: es preciso comprender que la Venezuela que hemos conocido no volverá. Esa etapa de nuestra historia, esa sociedad en la que crecimos, constituye un pasado que para bien o para mal no se podrá recuperar sino como cabe recuperar todo pasado: como seña de identidad, motivo de orgullo y oportunidad para aprender, desde la conciencia de que ahora somos otros. El reto ahora es la construcción de una Venezuela diferente a partir de las cenizas, con base en el aprendizaje de los errores y carencias que nos trajeron hasta aquí, recuperando lo recuperable pero desarrollando la capacidad de subsanar esas falencias y ofrecer respuestas aún mejores, levantando así una nación edificada enteramente sobre el valor de la libertad y el trabajo de cada venezolano. Tengamos presente que esta profunda catástrofe está forjando un espíritu de lucha y resistencia que, en caso de concertarse en un nuevo proyecto nacional distinto y superior a los anteriores, será la base para refundar una gran nación.

@martinezmeucci

El autor es actualmente profesor de Estudios Políticos en la Universidad Austral de Chile. Doctor en Conflicto Político y Procesos de Pacificación. Autor del libro “Apaciguamiento. El Referéndum Revocatorio y la consolidación de la Revolución Bolivariana”. 2012

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