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Venezuela, el Estado de la desinformación

Una protesta en Venezuela contra la censura /foto archivo REUTERS/Ivan Alvarado

 

La arquitectura represiva del régimen no deja nada por fuera y un estudio del Instituto de Prensa y Sociedad,  Ipys, muestra cómo utiliza las fake news en su vocación carcelaria. Han diseñado “una política de criminalización y violaciones de derechos humanos a través de la fabricación de expedientes falsos y utilizando plataformas online u offline con el deliberado propósito de desinformar y estigmatizar a sectores disidentes en Venezuela”.

A partir de cinco casos, Ipys ha identificado patrones claros del uso de la desinformación, algunos son:

Con políticos detenidos arbitrariamente, levantan una narrativa en redes sociales y medios oficiales en la que los criminalizan, generalmente sin pruebas. Ejemplo: videos de Juan Requesenstransmitidos por VTV, canal que siempre juega un rol activo
La comunicación es descendente. En principio, amenaza Maduro y luego lo secundan ministros y funcionarios. En redes reproducen las mismas expresiones y términos empleados desde el principio. Ejemplos: casos Ceballos, Credicard y Picón.

Utilizan tribunales militares para causas de civiles. Es recurrente el delito de traición a la patria, también los calificativos de “terroristas” o “conspiradores”. Una utilización del lenguaje que se puede relacionar con la posverdad y busca modelar una actitud emocional de la opinión pública sobre estas figuras.

Los patrones son tan recurrentes que al periodista Jesús Medina le acaban de imputar la vaga figura de “legitimación de capitales”, después de recibir en redes una clara amenaza de tortura y prisión y la acusación de “terrorista”.

Con el caso de Jesús Medina, las fake news se consolidan como una de las múltiples maneras que tiene el gobierno de encarcelar a quien le provoque.

Expedientes falsos

IPYS Venezuela encontró un patrón de criminalización y violaciones de derechos humanos mediante el uso de plataformas online u offline, con el deliberado propósito de desinformar y de estigmatizar a sectores disidentes en Venezuela. Cinco historias de personas detenidas arbitrariamente, sometidas a juicios en tribunales ordinarios y militares, etiquetadas como “terroristas” y “conspiradores”, dan cuenta de esta estrategia del Estado para fabricar expedientes falsos con informaciones falsas, y consecuentes privaciones de libertad

Por Marianela Balbi | Daniel Pabón


La era de la saturación de relatos prefabricados

Nadie puede dudar de que el fenómeno de las fake news, en el que se ha dado un maridaje entre la desinformación y la propaganda, ha desatado los demonios que, luego de los daños morales ocasionados por el periodismo amarillista de los últimos años del siglo XIX en Estados Unidos, parecían haberse encauzado gracias a la camisa de fuerza de la objetividad.

Es oportuno recordar las dimensiones de aquella confrontación periodística ocurrida entre 1896 y 1898 y protagonizada por el New York World, de Joseph Pulitzer, y el New York Journal, de William Randolph Hearst. Las acusaciones que compartían ambos medios eran claras: adulteración de información, descontextualización de los datos, manipulación de noticias a través de la magnificación de los hechos, pago a las fuentes para conseguir exclusivas, imágenes explícitas. Todo se hacía con un objetivo: provocar la excitación emocional del lector, exaltar al público explotando situaciones catastróficas, revelar conductas cuestionables, hechos aberrantes y muchos sucesos banales. Ya entonces se hablaba de “supuestas noticias”, pero más bien para calificar contenidos periodísticos ligeros, pintorescos y superficiales.

Con el uso de estos recursos, los editores buscaban respuestas de sus lectores fuertemente condicionadas por sentimientos de angustia, rechazo compulsivo o empatía, interés morboso, una sensación de inseguridad e impotencia ante los horrores de la conducta humana y de los poderosos, o también evasión ante la tensa y depresiva realidad, las injusticias y los conflictos sociales. Pero había un segundo objetivo cuyo fin era sencillamente crematístico: ganar la guerra comercial que se habían declarado entre sí los periódicos de Pulitzer y Hearst.

Más de un siglo después, ese origen se ha ramificado hacia otras direcciones donde se han sumado actores aún más perniciosos, como son los gobiernos, al lado de las grandes corporaciones de tecnología y contenidos, las audiencias, los medios de comunicación. Hay una voluminosa antología de noticias “verdaderas” y de “versiones oficiales”, pulcramente formateadas por las oficinas de prensa de gobiernos que han alimentado titulares de todos los diarios más prestigiosos. El palmarés se lo ha llevado la campaña de Estados Unidos y sus aliados europeos sobre la existencia de armas químicas en Irak para justificar la invasión en 2003.

El ensayista y narrador francés Christian Salmon, autor de Storytelling, la máquina de formatear espíritus, afirma que en esa herramienta que surgió con mucha fuerza en los 90 para impregnar todos los ámbitos con el predominio de la narrativa, “no se trata sólo de ‘contar historias’ o de ocultar la realidad con un velo de ficciones engañosas, sino también de narrar para compartir un conjunto de creencias capaces de suscitar adhesiones o de orientar los flujos de emociones. En resumen: de crear un mito colectivo constrictivo.

Y de eso trata el problema de las noticias falsas, especialmente cuando se superpone el relato a la realidad, cuando domina el poder creativo del storytelling y cuando se impone el “gobierno” de las anécdotas. A eso le llama Salmon “narrarquía”, porque transforma aquella antigua pulsión humana de contar historias en un instrumento de dominación y desdoblamiento de la realidad, a través de la construcción y saturación de relatos prefabricados, artificiales, para responder a unos fines, de nuevo, económicos, políticos, ideológicos, y que casi nunca redundan en beneficio de la mayoría.

Algunos gobiernos han asumido el rol de principales constructores de noticias falsas con intenciones políticas. Además, son creadores de bolsones de desinformación y de realidades virtuales difundidas a través de los medios con la clara finalidad de lograr adhesiones y formatear respuestas polarizantes que han llegado a influir en decisiones electorales como ha ocurrido en Estados Unidos, Gran Bretaña, Colombia o Cataluña.

También utilizan el fenómeno de las llamadas noticias falsas como una excusa para censurar a la prensa independiente, suprimir el disenso y el debate de ideas diseñando normativas que derivan en restricciones de las libertades digitales, para aumentar el control estatal sobre las comunicaciones en línea y ampliar la censura y la vigilancia de internet.

Los relatores especiales de libertad de expresión de las Naciones Unidas, la OEA, la Comisión Africana de Derechos Humanos y la representante para la Libertad de los Medios de Comunicación de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) han advertido en un comunicado en torno al impacto en la libertad de expresión, que tienen las “noticias falsas“, las desinformación y la propaganda que los Estados, en nombre de proteger a la colectividad del fenómeno de las fake news, están emprendiendo acciones y leyes, lo que “agrava el riesgo de amenazas y violencia contra periodistas, mella la confianza y la creencia del público en el rol de vigilancia pública del periodismo y podría confundir difuminando los límites entre la desinformación y los productos de los medios de comunicación que contienen datos susceptibles de verificación independiente”.

Lo que se espera de los Estados –y lo recuerdan los relatores– es que cumplan con su obligación de promover un entorno de comunicaciones libre, independiente e incluyente, con diversidad de medios, lo cual constituye un mecanismo clave para abordar la desinformación y la propaganda. También los emplazan a que aseguren la existencia de medios de comunicación públicos sólidos, independientes y con recursos suficientes, que operen con un mandato claro de favorecer el interés público general y establecer y mantener los más altos estándares periodísticos.

Los relatores para la libertad de expresión de la ONU y la OEA han coincidido que “la desinformación y la propaganda afectan intensamente a la democracia: erosionan la credibilidad de los medios de comunicación tradicionales, interfieren con el derecho de las personas de buscar y recibir información de todo tipo, y pueden aumentar la hostilidad y odio en contra de ciertos grupos vulnerables de la sociedad”.

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