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Rafael del Naranco: Regresar a Roma

 

De Jerusalén a Roma – sin hacer escala en Chipre igual  a la ida –  son cuatro horas del obligante  cincelar ese  camino de agua  que hermana a las dos ciudades tan perdurables como el Dios que las pensó en la mente del rey David y en la leche de loba amamantando a Rómulo y Remo.

La  Ciudad Imperecedera de los cesares es incomparable. Roma representa una urbe hecha de otras de ciudades; cada barrio, vía, corso, domus, arco, ruina imperial, basílica, plaza, café o “ristorante”, es una en varias. Si uno desea comprenderlo es suficiente estar unas horas en la estación Termini, lugar en el que llegan a oleadas, gente de todos los escondrijos del planeta. La urbe, de manera recóndita,  es la médula del mundo.

Voy caminando, nada más dejar las maletas en el hotel – el mismo de siempre, el Massimo D´Azaglio, en la Vía Cavour – al encuentro del Tíber,  uno de los ríos que, con el Ceares asturiano de mi infancia ida, ha tenido en nuestras ensoñaciones una ambivalencia entre melancólica y furtiva, nacida del sentimiento nato de un espíritu contradictorio.

No encontramos en las orillas la gaviota reidora ni el Ánade real o Zampullín chico. En el último viaje – era más entrado el otoño – los pequeños patos  comenzaban a anidar  entre  los islotes esparcidos en las riberas y bajo el puente de Sant´Angelo.

En aquellos días con brisa en cada esquina, la grajilla, avecilla de un color azul oscuro ya estaba guarnecida – temerosa de las cornejas – en los alrededores del Coliseo, mientras el alcaparro, con flores blancas en su arbusto espinoso, se agarraba con fuerza  esperando el invierno entre las tapias ruinosas de Foro. Uno miraba ese aguafuerte y pensaba en la dulzura de la vida.

He llegado a Roma tras dejar a atrás una tierra, Israel, en el que la muerte enguerrillada, y el terror a ella, ronda como enjambre de abejas asesinas, sobre pueblos bíblicos.

Allá, en el río Jordán, los pocos turistas eran protegidos con ametralladoras, mientras aquí, sobre el Tíber, solamente yo parezco envuelto en honda pesadumbre, y como el Colirrojo tizón, todo desenvuelto, volando entre las ruinas abandonadas, me pierdo ensimismado para encontrar la otra Roma de la sosegada calma, la de los museos solitarios, las exposiciones poco visitadas, las galerías casi desconocidas. La ciudad divina, única y amada.

Sentado bajo un pino negro para huir de los últimos calores del verano ido,  frente a las altas y cilíndricas murallas del Castillo de Sant´Angelo, donde tantos papas fueron encerrados, sacrificados, amortajados y enterrados en cumbres de piedras y escombros, sentiré, teniendo al fondo la Cúpula de San Pedro, que la vida toda cruza como las nubes, igual a las sombras…  al ser Roma la única ciudad en la cual la piedra, la vida y la eternidad, son  una misma esencia.

A manera de  otras ocasiones al finalizar  unas líneas  en un pequeño cuadernillo “moleskine”, partiré hacia Capri,  y de nuevo transitaremos  con paso alicorto,  farallones, calas, calles de Anacapri, los senderos de  Curzio Mapalarte y entrelazados con los versos taladrados en rocas de Pablo Neruda, mientras en lo alto, sobre un promontorio, nos estará mirando la sombra Axel Munthe entre su atalaya prieta  y “La historia de San Michel”.

De  retorno a   Roma, visita a la perennemente  deseada Villa de Adriano y una subida al pueblo de Tivoli, aunque ese peregrinaje dulcificado será materia de otro dietario andariego.

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