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Danny Toro: Venezuela ¿dónde estamos? Un intento de explicación

 

Este artículo intenta servir al debate político y social sobre la trágica situación venezolana, partiendo de la idea de que, en la medida en que sepamos dónde se encuentra el país en estos momentos, seremos capaces de construir un verdadero diagnóstico socioeconómico y sociohistórico. Podremos avizorar posibles tendencias, acciones y, en consecuencia, tomar decisiones que puedan empujar al país a mejores y más democráticos escenarios. Esto pretende ser apenas una mirada del devenir venezolano para intentar comprender lo que estamos viviendo, sin prescribir estrategias ni acciones.

Venezuela: ¿dónde estamos?

Es necesario –y hasta imprescindible– usar los lentes de la historia, del devenir temporal, pues los individuos y las sociedades no son los que son, sino lo que vienen siendo. La comprensión de la Venezuela de 2018 pasa transversalmente por los sucesos y las tendencias sociales (categoría de gran importancia) de las últimas décadas.

1998-1999 se suelen tomar como puntos claves para la comprensión de la actual Venezuela, pues es el punto culminante del periodo democrático iniciado el 23 de enero de 1958 y sustentado en sus reglas con el Pacto de Puntofijo, el 31 de octubre de ese año. ¿Realmente es así? ¿Realmente en esos dos años, o en esa convulsa década de los 90, se termina una época para comenzar otra? Y más interesante aun es si en esos años, cuando pasamos de un sistema político a otro, de un sistema democrático a uno cada vez más autoritario, se pueden delimitar tan claramente los procesos históricos.

Institucionalmente existe un cambio evidente: la Constitución de 1999, aunque respetados juristas cuestionan la legalidad de la convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente que la elaboró. Sin embargo, no fue solo un cambio de papel ni tampoco fue un cambio radicalmente opuesto a la dinámica política venezolana de las últimas décadas, hasta ese momento.

Venezuela había construido un sistema democrático luego de los movimientos sociales y políticos de los años 30, que decantaría en la Constitución de 1947, la cual legalizaba la participación masiva de la ciudadanía. Esa tendencia de mayor participación social –presente en las tesis y proyectos de los partidos políticos del momento– que en un espectro académico más amplio, Germán Carrera Damas llama “la larga marcha de la sociedad venezolana hacia la democracia”, se ratificó con la Constitución de 1961. Allí, esta tendencia de participación social se reflejaba, se comunicaba desde los partidos políticos.

Pero a partir del desgaste de los partidos políticos como entes de representación –en buena medida por las dinámicas del otro gran elemento de compresión venezolana: el petróleo–, el sistema de participación política también se desgastaba. La solvencia de tal desgaste se hizo impostergable con la Comisión presidencial para la reforma del Estado (COPRE) en el gobierno de Jaime Lusinchi, en 1984. Esta comisión era un intento de mostrar la necesidad de reformar el Estado y de profundizar los niveles de participación social, porque la propia complejidad de la sociedad venezolana, traída con el sistema democrático, lo demandaba.

Al verse imposibilitados los actores políticos de impulsar los cambios que el sistema democrático necesitaba –por sus propias incapacidades– los outsiders y los no tan outsiders se sumaron a la conducción política de esa tendencia.

El movimiento político que configura a Hugo Chávez en los años 90, es parte de esos factores sociales y políticos de orientación marxista-leninista antisistema, derrotados en la difícil década de los 60, pero no por ello dejaron de existir, sino que penetraron otros ámbitos sociales, como las universidades y el ejército. Al naufragar la capacidad de liderazgo de los partidos políticos, esos factores decidieron ir construyendo representaciones sociales y con ello legitimidad política para sus proyectos. De allí nace Chávez, como expresión política, pero su movimiento no solo lo configuraron esos factores, sino también los de un socialismo reformado, más abierto y democrático como el MAS, las élites sociales y empresariales, la intelectualidad –no toda de izquierda–, que conformó y/o apoyó su ascenso al poder. Esto refleja que el movimiento antisistema de Hugo Chávez se montó y cabalgó sobre las aspiraciones democráticas de la sociedad venezolana.

Si miramos de reojo la Constitución de 1999, veremos que refleja tanto esas aspiraciones y tendencia democrática como elementos de la COPRE: el referéndum revocatorio, creación de una Sala Constitucional del Poder Judicial –para nada pensada como la actual–, mayores canales y mecanismos de participación política y un viraje a la idea de democracia representativa. Estas no son ideas de Chávez, sino ideas que ya integraban los debates políticos de los 80 y 90.

Así pues, Chávez se enrumba en 1999 en un proceso democrático y con un Estado democrático. La democracia venezolana –como aspiración a la masificación de la participación social y la conformación y legitimidad política del Estado– no termina en 1998, sino que continuó más allá. Otra importantísima aclaratoria de mayor importancia para la filosofía práctica que para la historia política: el asunto democrático.

La democracia, como concepto y sistema históricamente construido por las sociedades occidentales, se vio reformada –o modernizada, dependiendo de quién la mire– en los albores del siglo XVIII con movimientos como la Ilustración y la conformación del pensamiento liberal. Desde ese momento “democracia” pasó a asociarse, no solo a un medio de convivencia social y legitimación del poder como había sido desde la antigüedad, sino a un sistema que podía regular el ejercicio de ese mismo poder. El surgimiento del estado de derecho y el inevitable ensanchamiento de la participación social dio como resultado el ideal social y paradigma político del siglo XX por excelencia: la democracia liberal.

Y es esa democracia liberal la que se instaura en Venezuela, con sus vaivenes y particularidades rentistas, desde 1958. Entonces hubo participación social en la conformación del poder público y contrapesos institucionales que regulaban ese mismo poder público. Sin embargo, al final de la década de los 90, el debate sobre el asunto democrático giraba alrededor de aumentar la dosis de participación social frente a la representatividad política. Existiendo los desgastes del sistema democrático, por un lado, y la idea de la suprema soberanía, la del poder constituyente frente al poder constituido –que Hugo Chávez y sectores de izquierda propugnaban– por el otro, el debate se enfocó inevitablemente en aumentar la dosis democrática y reducir la dosis de la fórmula liberal que el país había conocido. La convocatoria de la ANC en 1998 –que no estaba prevista en la Constitución de 1961– por medio de sentencias de la Corte Suprema de Justicia, es una muestra clara de esto.

Inclusive, si revisamos el artículo 349 de la Constitución de 1999, referente a la ANC, veremos que reza: “… Los poderes constituidos no podrán de forma alguna impedir las decisión de la Asamblea Nacional Constituyente”. Allí hay, claramente, una tendencia que, aunque aumentaba los niveles de participación social que el país necesitaba, menoscababa los límites institucionales.

Y es en esta tendencia que Chávez conduce la utilización de mecanismos democráticos para la destrucción de los contrapesos y límites institucionales. Chávez ingresa por un camino construido por el sistema democrático y por un estado resultado de ese mismo camino democrático.

El Estado venezolano no hizo metamorfosis completamente con la Constitución de 1999, sino que continuó el mismo sendero. Basta recordar la sentencia N° 38 del TSJ de mayo de 2002 –que denominó a los sucesos de abril de ese año como un “vacío de poder” y no como un golpe de Estado, como el gobierno de Chávez afirmaba– o las propias limitaciones constitucionales que Chávez quiso borrar con el proyecto de reforma constitucional de 2007. Allí se muestra que, si bien Hugo Chávez prefiguraba otro proyecto, convivió con la tendencia democrática hasta donde pudo.

Es evidente, entonces, que como se estructuró, el proyecto político del MVR-200 –aspiraciones, ideas y apoyos democráticos– iba en contra del sistema de partidos, pero no iba necesariamente contra el sistema democrático.

El proceso político de finales de los 90 y comienzos de los 2000, tiene mucho de continuidad del sistema democrático en cuanto aumentaba los niveles de participación social. De allí responden sus apoyos, signados primeros por bajos niveles de participación –el referéndum aprobatorio constituyente de 1999 tuvo una abstención de 55,42%– pero de altos niveles posteriormente –Chávez gana las presidenciales de 2006 con 62,84% de los votos y una participación de 74,70%–.

Estos datos muestran que el proyecto político de Chávez se configuró en el andar de la tendencia democrática, que caminó con ella, y que la utilizó para destruir las cortapisas institucionales liberales que existían en el país. De allí que, por medio de mecanismos democráticos y de participación social, Chávez fue destruyendo paulatinamente la institucionalidad venezolana, impedimento para su proyecto político sui géneris.

El movimiento político que se aglutina junto a Hugo Chávez en los 90, a grandes rasgos, se construyó desde dos vertientes: la tendencia democrática que fue dándose en la sociedad venezolana en el siglo XX y los elementos ideológicos y factores políticos de la corriente marxista-leninista, derrotada en los 60, que convivieron hasta que la dirección del poder implicó confrontaciones irremediables, y la vertiente marxista-leninista fue imponiéndose.

Por lo tanto, Chávez lidera primero un proyecto político de tendencia democrática, luego destruye poco a poco las barreras institucionales hasta configurar una hibridez política –producto de sus propias contradicciones– que fue derivando hacia el “autoritarismo competitivo” o “democracia totalitaria”. Más allá de la terminología de los expertos, está claro que la democracia venezolana fue matizándose hasta 2005 y tuvo su ocaso sostenido a partir de 2006-2012, cuando se evidencia la hegemonía marxista-leninista del proyecto.

Lo que sostengo es que lo que naufragó en la década de los 90 fue el sistema de partidos instaurado en 1958, no el sistema democrático.

La tendencia democrática siguió con Chávez, aunque en esencia él era parte de otro proyecto que se configuró, se pensó y se ejecutó, desde esa tendencia democrática. El fin de la era Chávez fue el ocaso de la democracia venezolana.

El otro elemento que hay que tener presente en este ocaso democrático venezolano es el personalismo político de Chávez a medida que pasaba el tiempo.

El triunfo electoral de Hugo Chávez en 1998, fue parte de un movimiento constituido, pero el triunfo de 2006 –y el de 2012 con sus matices– fue de Chávez. Esto explica que, ya ausente por su muerte en 2013, su proyecto se fragmenta entre diversas élites. Agravado el problema económico y la hegemonía marxista-leninista, ese proyecto aumentó su autoritarismo y acabó con todos los contrapesos institucionales. El régimen gobernante dio por cerrado el paso a la corriente democrática que tanto le había ayudado porque ya los ánimos sociales habían cambiado y el juego participativo no le favorecía al régimen.

El autoritarismo, sin contrapesos ni límites institucionales, ha devenido en tribus políticas que secuestran al Estado, como lo ha definido Margarita López Maya. El sistema político que se intenta construir en la actualidad lo he llamado un “sistema cerrado de tribus políticas de orientación marxista-leninista”.

La democracia venezolana vio su continuidad, pero también su ocaso, con Hugo Chávez; matizándose hacia una hibridez política con su personalismo y, luego, a fracciones políticas que conducen el Estado después de su muerte.

La participación social fue esencial en la conducción de todo este proceso, hasta que una tendencia terminó imponiéndose a la otra y prescindiendo ya de esa misma participación social. Aquí radica una diferenciación clave: para el gobierno de Chávez la participación era vital, no así para el gobierno de Maduro, pues aunque éste sea una degeneración natural del anterior, su sustento político es diferente.

Así, el proceso político venezolano de las últimas décadas recorrió desde una democracia liberal, con rasgos particulares, pasando por una hibridez política personalista, hasta terminar su vigencia y dar paso a un sistema cerrado de tribus políticas de orientación marxista-leninista.

La concepción de democracia ilimitada, sin contrapesos institucionales y el pueblo como una realidad no limitable, allanó el camino paulatinamente para cerrar las vías democráticas-liberales que el país se había dado en el siglo XX. A partir de la segunda década del siglo XXI, el camino democrático se había cerrado y comenzaba a andar, ya sin cortapisas, un proceso de tinte más autoritario con elementos evidentemente totalitarios.

Por lo consiguiente, hoy nos encontramos en pleno proceso de configuración del sistema cerrado de tribus políticas de orientación marxista-leninista, ya sin ningún límite institucional ni vinculación democrática alguna (ya no necesita la participación social como base política).

Las distintas tribus políticas que conforman el sistema giran alrededor de su supervivencia política, ésta entendida como su permanencia en el poder. Esto explica que una de las variables de las transiciones políticas, “el costo de abandono del poder”, sea muy alto, lo cual, junto a otras variables, dificultan una transición política. Este sistema, que por su naturaleza es inestable, pudiese generar un ápice de convivencia interna que le permita sobrevivir a través del tiempo. Dependerá de la magnitud de las pugnas internas dicha convivencia, así como también de la incidencia interna e internacional de factores democráticos, la continuidad o no en la construcción de este nuevo sistema político.

A modo de conclusión, las coordenadas socio históricas y políticas de la Venezuela de 2018, a la fecha, son el reacomodo de factores sociales y políticos para la configuración de un nuevo sistema de relaciones políticas en el país. A contracorriente de la mayoría de los análisis recientes, sostengo que el inicio de este proceso no comienza exactamente en 1998.

Si bien es cierto, las tribus políticas que controlan el Estado están intentando construir un status quo que les permita afianzar este nuevo sistema de reacomodos de fuerzas, la trágica situación socioeconómica nacional, la diáspora venezolana y sus implicaciones geopolíticas en la región latinoamericana, las fuertes presiones internacionales que bordean, incluso, la posibilidad de una intervención militar extranjera, hacen que el camino para la consolidación de este sistema presente unas cuantas dificultades. Los conflictos internos dentro de las bases y direcciones políticas del PSUV y los movimientos internos dentro de las Fuerzas Armadas Nacionales confirman estas dificultades.

A su vez, la desorientación y fragmentación de la oposición para convertirse en alternativa, el cierre del camino electoral como vía pacífica para la transición política y la enorme disparidad entre los partidos políticos democráticos –disfuncionales ante adversarios no democráticos–dificultan virar la situación nacional.

El principal nudo gordiano a la vuelta de la esquina es la legitimidad mínima para el sustento de este nuevo sistema que las tribus políticas están tratando de buscar. La fraudulenta Constituyente de 2017 se presenta como un instrumento para tal fin. La nueva constitución que de allí emanará, y los nuevos reacomodos que ya se avizoran para 2019, serán el marco de movimiento que las fuerzas democráticas deberán soterrar para generar una alternativa política creíble e impulsar una transición hacia la democracia en Venezuela. No es tarea sencilla.

Este análisis se queda corto ante muchas variables imprescindibles para la comprensión cabal de los tiempos que corren. El petróleo como elemento modelador de las dinámicas sociopolíticas del país, las relaciones sociedad-estado históricamente construidas, el militarismo versus la debilidad institucional presente en nuestra historia, son variables a tenerse en consideración. Sin embargo, es un intento de entender algunos elementos constitutivos de la problemática actual y de tratar de responder frente a la incertidumbre que nos cubre como sociedad en estos tiempos. Saber dónde estamos implica determinar las etapas transcurridas y sus causas.

En definitiva, delimitar la historia –pese a la metodología de periodización que impera en los historiadores– es una tarea verdaderamente difícil, compleja y hasta imposible en algunos casos, porque los procesos sociales y políticos pasan transversalmente por esa noción de tiempo. No obstante, saber en qué punto nos encontramos, como individuos y sociedad, resulta de suma importancia para comprender nuestro presente y mirar el futuro. Creo que nos encontramos en la transición de una etapa que se cierra y en el comienzo de otra. No en el epílogo, como muchos aseveran, sino en un prólogo por escribirse.

¿Será capaz Venezuela de escribir una página distinta? ¿Se moverá el país a escenarios más libres o seremos inevitablemente el punto utópico del socialismo americano? ¿Seremos capaces de iniciar otra historia? Sirva mi contribución para formular esas preguntas.

@dyvert13

El autor es profesor en Historia en Geografía del Instituto Pedagógico de Caracas UPEL-IPC. Cursante de la maestría en Historias de las Américas UCAB-2018

Referencias

Damas, G. C. (2016). Continuidad y Ruptura en la Historia Contemporánea de Venezuela. Caracas: Fundación Rómulo Betancourt.

Maya, M. L. (31 de Octubre de 2017). Prodavinci.com. Recuperado el 25 de Septiembre de 2018, de 

Way, S. L. (2004). Elecciones sin democracia: El surgimiento del autoritarismo competitivo. Estudios Políticos, 159-176.

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