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Pedro R. García: Nuestros partidos políticos y sus desafíos…

 

Introducción…

El ciudadano fue definido por Aristóteles como “quien tiene el poder de tomar parte en la Administración judicial o en la actividad deliberativa del Estado”. En este sentido, más allá del derecho a la representación, de su residencia en su territorio, de sus derechos y deberes jurídicos, énfasis de la condición de ciudadanía aparece puesto en el hecho de que el ciudadano, debe tomar parte activa en los asuntos que luego han de afectarle.  En la misma dirección ya Eurípides, el ultimo de los grandes dramaturgos atenienses, había distinguido entre “el pueblo constitucionalmente integrado” (demos, pueblo) que es propiamente el ciudadano, y “el pueblo fuera de control de la vida política convertido en masa amorfa.” (Óchlos-multitud, turba). Con el impacto de la modernidad, han cambiado los marcadores de lo público y lo privado, fortaleciéndose una acentuada tendencia a la individualización y la perdida de los espacios colectivos. Con el quiebre de los ejes históricos tradicionales, luego del fin del enfrentamiento Este-Oeste, la izquierda ha perdido el sujeto de las utopías y la socialdemocracia su ímpetu al fragilizarse el yamado Pacto Social, la derecha tiende a ser pasto fácil de la “fundamentalización”. Los dirigentes políticos, son cada vez menos representantes de la voluntad general de los pueblos, para convertirse en adocenadas figuras mediáticas que terminan negociando las múltiples demandas de sectores,  que no son las urgencias que sofocan a las diferentes comunidades, especialmente las más débiles, en síntesis estos son los inaplazables desafíos que deben enfrentar los partidos políticos: derechos humanos, desempleo, fragmentación, colapso de los espacios urbanos, deterioro creciente ambiental, el avance sin un consenso ético de la ingeniería genética y el nuevo absoluto del poder, sin rostro aparente, que muta el para la gran mayoría imperceptible el “entramado comunicacional mundial” y sus derivaciones regionales y locales.  Estas son las líneas gruesas sobre  las cuales hay que debatir, el sentido de la democracia, la participación, un nuevo esquema de la relación capital trabajo, la gobernabilidad, la legitimidad, el Estado y el mercado se han convertido en los generadores en gran escala de las relaciones sociales, que se expresan cada día con mayor radicalidad, rechazo a la visión colectiva de la democracia, y una infranqueable desconfianza a lo político y a los políticos.

I En correlato, Paradójico…

El mundo se ha articulado de una forma que se ha hecho realidad a despecho de importantes y razonados rechazos, la globalización, especialmente en relación a la economía y a la comunicación: mercados integrados, tecnologías de punta, superautopistas, telemáticas, redes de comunicación de fibra óptica, el copamiento del mundo desde el cable y los sistemas satelitales. Nos estamos moviendo en un mundo donde lo fundamental es la información. Sin embargo, este escenario es en realidad un espacio fragmentado, conflictivo, sin un orden cohesionado y que pareciera apuntar hacia la desintegración, a través de la complejización de intereses corporativos. Sobresalen grandes desafíos: proliferación de tecnología militar-nuclear incontrolada, graves riesgos químicos y bacteriológicos, potenciales crisis ecológicas, creciente presión demográfica con movimientos migratorios a escalofriante escala, vergonzantes hambrunas, crimen organizado a escala planetaria (mafia, carteles de droga, contrabando, prostitución, y como hecho bochornoso y bofetada moral al orden civilizatorio, sobretodo cristiano occidental, la prostitución infantil, pederastia, trafico de órganos humanos y la intolerable cada vez mayor exclusión social. En este contexto la noción clásica de política esta siendo severamente cuestionada.  Según la visión del pensador Fernando Mires, los radicales cambios estimulados a partir de 1989, con el derrumbe del Muro de Berlín, han promovido una profunda revolución cultural, que todavía no es perceptible en toda su profundidad. Los marcadores que definían los ordenes políticos ya no son validos. Los significados no se corresponden con los significantes.  En innumerables lugares han comenzado a operar ordenes informales que conviven conflictivamente con el status anterior. El principal problema es cómo armonizar el poder hegemónico con los elementos socioeconómicos de las grandes mayorías excluidas en el contexto de un modelo de acumulación que permita un desarrollo ecológicamente sustentable. Por ello estamos inmensos en la paradoja de Estados Nacionales que ceden parte de su soberanía a organismos supranacionales, como en el caso de la Comunidad Europea, mientras en muchas regiones, renacen con un orden discursivo, incendiaro los reclamos de reivindicaciones nacionalistas. Con los innegables avances de la Revolución Científica-técnica, se esta socavando el esquema de relaciones laborales, con la acelerada intensificación de la automatización de los procesos de producción, con la incorporación de tecnologías ahorradoras de energía y de mano de obra. El alto contenido de conflictividad social y político de estos procesos en marcha hace suponer el incremento de las tensiones. A pesar de las tendencias, cada vez más pronunciadas de la globalización, los Estados Nacionales siguen siendo el principal espacio de legitimación del poder y el lugar en el cual la población deposita sus demandas políticas. Esto abre una profunda contradicción para los Estados, ya que la mundialización reduce rápidamente su capacidad de eficiencia frente a sus complejas sociedades, generando la agudización de los problemas económicos y sociales, frente a la exigencia cada vez más extensa de sus ciudadanos. En síntesis estos son los inaplazables desafíos que deben enfrentar los partidos políticos: derechos humanos, desempleo, fragmentación y colapso de los espacios urbanos, deterioro creciente ambiental, el avance de la ingeniería genética y el nuevo absoluto del poder, sin rostro ideológico, ya que muta el “entramado comunicacional mundial” y sus derivaciones regionales y locales.  Estas son las líneas gruesas sobre  las cuales hay hoy que debatir, el sentido de la democracia, la participación, la representatividad, la gobernabilidad, la legitimidad, al convertirse el Estado y el mercado en los generadores en gran escala de las relaciones sociales, se han ido expresando cada día con mayor radicalidad, rechazos a la visión colectiva restringida de la democracia, lo político y una insalvable desconfianza a los políticos. Con el impacto de la modernidad, han cambiado los marcadores de lo público y lo privado, fortaleciéndose una acentuada tendencia a la individualización y la perdida de los espacios colectivos.  Con el quiebre de los ejes históricos tradicionales, luego del fin del enfrentamiento Este-Oeste, la izquierda ha perdido el sujeto de las utopías y la socialdemocracia ha perdido ímpetu al fragilizarse el yamado Pacto Social, la derecha tiende a ser pasto fácil de la “fundamentalización”.  Los dirigentes políticos, son cada vez menos representantes de la voluntad general de los pueblos, para convertirse en adocenadas figuras mediáticas que terminan negociando las múltiples demandas de sectores que no son las urgencias que sofocan a las diferentes comunidades, especialmente las más débiles. Los programas de ajuste macroeconómicos privilegiados por casi la totalidad de los gobiernos latinoamericanos, sumado el redentorismo populista demagógico de quienes se autocalifican de Revoluciones, no han podido quebrarle la espina dorsal a las tendencias que han beneficiado, especialmente a las élites económicas. Lo que ha profundizado los procesos de exclusión social. Según cálculos de la CEPAL en 1980 existían 160 millones de personas viviendo en condiciones de pobreza, en esta década de acuerdo a estimaciones conservadoras esa cifra ronda los 200 millones. En igual medida la deuda externa sobrepasó el monto de los 500.000 millones de dólares. Esta precaria situación ha disparado un proceso de desintegración de fuertes rasgos anómicos. Las diferentes clases sociales se ven entre sí como una amenaza. La falta de una adecuada respuesta por parte de los Estados, ha producido el acelerado desprestigio de los partidos políticos, sean del signo ideológico que existan con su inevitable correlato con una crisis general de la democracia, frente a esta crisis sistemática, han aparecido brotes, nacionalistas, fundamentalistas y en Latinoamérica, regímenes autoritarios con lideres carismáticos, que bajo el discurso del orden o Revolución radical, han dejado sin resolver los problemas estructurales de nuestros países.

II ¿Qué formas tomará “lo político”? 

Frente a este nublado escenario, queda preguntarse en qué dirección se reformulara la política en los años venideros. ¿Cómo se hará para relanzar la democracia? Y en consecuencia el rol de los partidos políticos. Ante la crisis actual de la política en al ámbito de la sociedad en general, se ha producido un discurso y una práctica ambigua: sustitución de los políticos, por “empresarios, independientes, animadores, divas, gerentes”, reclamo de mayor control social en la toma de decisiones, critica lapidaria a los aparatos partidistas; pero en el hecho cotidiano se sigue delegando en unos representantes que supuestamente, ya no nos representan. Es decir, la crítica se ha mantenido dentro de los límites restringidos de los modelos democráticos, sin decidirse a dar el salto cualitativo hacia formas mucho más participativas de la democracia. En Venezuela, ha existido una concepción de la política en relación casi exclusivamente con el problema de la conquista y sostenimiento del poder. Si es cierto que la competencia por el poder del Estado resulta decisivo en la política, lo fundamental desde una perspectiva ética, es el poder por si mismo. En esta dirección, la superación de la crisis que vive nuestro país pasa por modificar esa concepción anacrónica de la política, entendiendo que un sistema político sólo logra ser verdaderamente democrático si coloca al ser humano como centro de su quehacer. Este proceso de redefinición solo se desarrollará, con la participación de un conjunto de sujetos políticos, entre los que sin duda alguna deben estar presentes los partidos. “Durante el largo periodo de los imperios universales, se diluyeron las ideas democráticas hasta que, con la recepción de la cultura clásica en la Edad Media, gracias, sobre todo, a la labor de Santo Tomás de Aquino, cobra nuevo impulso el principio de que el poder proviene del pueblo si el pueblo no tomara parte en la elección de sus autoridades-escribió el Aquinatense, y ni no pudiera enmendar sus entuertos sería un verdadero esclavo”. Es necesario, para que esta transición presuponga un verdadero salto cualitativo de la democracia, deben estar representados en el proceso otros intereses a los de los sectores hegemónicos de ayer y de hoy. En conclusión, deben constituirse sujetos políticos alternativos, capaces de representar los bienes de las grandes mayorías en igualdad de condiciones. En un contexto como éste donde existe en nuestro país un alarmante vacío teórico, ideológico y cultural. Y los partidos en actitud vacilante de repliegue en la lucha por la sobrevivencia, así no se pueden fraguar democracias; sin embargo hay que reaccionar frente a la clarinada última en el intento fraudulento de la (ANC), de despojarnos de los elementos esenciales de ella. Sirve de alerta y hoy un gran número de movimientos, grupos, organizaciones, que de acuerdo a sus necesidades, intereses y posibilidades han comenzado a asumir importantes espacios de gestión, participación y decisión, que pueden servir para restañar, sanar y articular un tejido social, desde el cual las mayorías socialmente organizadas puedan ejercer la necesaria presión, para el alcance de sus sentidas aspiraciones, así como participar, en la elaboración, discusión, aprobación y ejecución de las políticas de interés nacional. Y desde estos espacios precarios sí, pero en los que se ha comenzado a ejercer la participación. Debe reconocerse que se ha avanzado un buen tramo en esa dirección, aunque todavía no sea suficiente. Ciento de organizaciones de base han construido, soluciones autónomas y alternativas sin las cuales el vacío político seria aun mayor, ejemplo “comités de tierra”, bien sean rurales o urbanos (CTR Y CTU, las mesas técnicas de agua  MTA  El Plan Nacional de Identidad PNI Consejos Comunales), como la infinidad de propuestas formuladas por la COPRE, Venezuela: Democracia y Reforma Política Centro de Estudios de Integración Nacional (Universidad Monteávila Caracas (2018), PROYECTO DE CONFIANZA POLÍTICA (OHA-EPI-PCP 2018) (Observatorio Hannah Arendt), como la infinidad de propuestas formuladas por la COPRE, (por cierto ignoradas en su momento), muchas de las cuales pueden ser reactualizadas y retomadas. De hecho el Estado debe ser el objetivo estratégico de este proceso de redefinición y socialización del sistema político y de la sociedad en general. La articulación de la sociedad debe apuntar a establecer mecanismos de control sobre el Estado y sobre el mercado, de modo que se articulen una serie de contrapesos y equilibrios que permitan la construcción de una sociedad más justa, más digna y más humana… Los hombres del siglo XX tuvieron un sello de identidad: creyeron que el cambio era posible, si un sistema político o económico no funcionaba, había que buscarle alternativas. Y pese al fracaso contundente de algunos proyectos, se mantenía la esperanza de modificar lo que no convencía. Esto duró hasta la última década del siglo pasado, cuando la hegemonía excluyente del capitalismo financiero y un marcado temor a las nuevas iniciativas abrieron paso a la conformidad como ideología. Al siglo XXI  tiene una tarea que se intuye compleja. En primer lugar, para que el cambio vuelva a ser posible, los ciudadanos deben sentir la voluntad y las ganas de sostener un ideal. Algo así como aceptar sacrificios temporarios siempre que tengan sentido y que no se conviertan en una prisión perpetua en la que los platos de comida se espacian premonitoriamente.

III ¿Qué son los partidos políticos?

Como fenómeno social, los partidos no tienen más de trescientos años y no operan como elemento integral del proceso del poder desde hace más de ciento sesenta. Ellos son hijos de la modernidad y, por lo tanto, no aparecieron hasta que una serie de procesos modernizantes de las estructuras sociales obligaron a redefinir los esquemas de organización política. De  esta forma, los partidos políticos nacen con la finalidad de conciliar intereses particulares con los públicos. Bien sea que la unidad política inicial la constituya el individuo o el grupo de interés (sindicato, gremio, y demás. El politólogo Juan Carlos Rey los define “como una unidad de decisión de un conjunto de hombres agrupados por intereses comunes y en relaciones de cooperación, de forma que aparezcan frente al exterior como unidad de intereses y propósitos, con una ideología o doctrina en común y que pretenden controlar el principal aparato de poder del país (El Estado) y ejercer la representación legitima de buena parte de los ciudadanos”. Los partidos políticos modernos nacen prácticamente al mismo tiempo que los procedimientos parlamentarios y electorales, desarrollándose de forma paralela. El partido se hace necesario para organizar y activar la voluntad política de las masas en función de esos procesos. El encuentro entre el sufragio universal en una sociedad de masas y la movilización de los electores a través de ellos, se produce claramente con la aparición del primer partido político en el sentido moderno, los Jacobinos bajo el gobierno de la Convención en la Francia revolucionaria de 1789. Este es el primer caso en el cual una ideología política compleja fue yevada al pueblo con la ayuda de una organización y de una propaganda racionalizada por medio de una estructura pensada para tal fin. Originalmente, los partidos políticos estaban formados por comités locales, que agrupaban a personalidades influyentes, siendo más importante la calidad de los miembros que su número. Lo que se buscaba era beneficiarse del prestigio personal, que proporcionaba influencia moral, y de los bienes de fortuna, que ayudaban a cubrir los gastos de la organización. La estructura de esas organizaciones, lo que hoy conocemos como “el aparato”, era rudimentaria y poco rígida, siendo la autonomía de cada comité muy grande. Así, la influencia de los organismos centrales era inexistente. Con la excepción de Inglaterra, la línea del partido no existía. Esta estructura se mantiene en cierta medida en algunos partidos conservadores y liberales de Europa, y en los partidos estadounidenses, denominándoseles partidos de cuadros. Entre el siglo XIX y comienzos del XX, los socialistas inventaron otra forma de articular a los partidos: Los de masas. Estos surgen de la ineludible necesidad de financiar las campañas electorales de los candidatos socialistas (quienes por sus propuestas radicales) no lograban el apoyo de los banqueros, industriales, comerciantes y demás. Esta nueva forma de organización determinó con el paso del tiempo el crecimiento exponencial de estos partidos, lo cual obligó a crear estructuras mucho más rígidas que la de los partidos de cuadros. El posterior transito de los partidos socialistas hacia la socialdemocracia logró matizar esa situación, que se mantuvo incólume en los partidos comunistas. Poco tiempo después, la estructura masiva fue adoptada por otros partidos distintos a los socialistas. Los demócratas-cristianos lo hicieron en gran medida, aunque debido al carácter heterogéneo de su base social, terminaron más bien por asumir una forma mixta, intermedia entre los partidos de cuadros y los de masas. Los partidos comunistas adoptaron este esquema acentuando la centralización e incorporando una férrea noción de disciplina, a semejanza de un ejército, lo cual explica el carácter paramilitar que en determinadas circunstancias históricas adoptaron, que luego la mayoría de los grupos fascistas se organizaron de manera similar. En los países latinoamericanos, los partidos de masas han adoptado una estructura particular. En la mayoría, los dirigentes forman un grupo claramente diferenciado del resto de los militantes, pareciendo en algunos casos un partido de cuadros sumergidos en uno de masas. Las diferencias sociales entre las “cúpulas” y la base de la organización son abismales, y yegando la dirigencia a poseer un nivel intelectual y técnico similar al de las sociedades modernas, mientras la militancia, se mantiene en el borde inferior de la sociedad, refugiados y a la defensiva al margen de proyectos y atención. Finalmente, en tiempos recientes surge un nuevo tipo de organización “directa” o de tipo neocorporativo, en el caso de los laboristas británicos, en algunos partidos socialistas escandinavos, y en partidos católicos como el belga y el austriaco.  A diferencia de los modelos en los cuales los grupos de presión influyen desde afuera sobre el Estado para que éste tome una u otra decisión, aquí se asume que las organizaciones de la sociedad formen parte abierta del proceso de elaboración de las políticas públicas. Como en el caso austriaco, donde las organizaciones representativas de los factores trabajo y capital funcionan como entes facultados por el Estado con autoridad para fijar la distribución de los ingresos e incluso una parte de los precios en el mercado, podría concluirse que la incorporación de los partidos al proceso político es el hecho más importante en el campo de la organización política moderna.  Si bien como hemos analizado, el partido es una figura recurrente en los distintos sistemas políticos, varían entre sí radicalmente en su historia, en su organización interna, en su ideología y su forma de accionar, dentro del esquema de relaciones políticas y sociales de una país a otro. Los intentos de definición que hemos expuesto reconocen a pesar de sus perversiones últimas en los partidos políticos una respuesta al problema de la vinculación entre las bases de la sociedad y los sectores con poder de decisión.

IV Partidos y la sociedad…

Dadas las características particulares de nuestro sistema político son necesarias algunas precisiones en torno a este tema. Tal y como hemos venido explicando, los partidos políticos en Venezuela nacen con el propósito de yevar adelante un proyecto de transformación de la sociedad, impulsada de alguna manera desde la dictadura de Gómez. La diferencia primordial del proyecto de los partidos políticos se ubica precisamente en el ámbito de lo político. No solo cada partido en particular aspiraba a controlar el Estado y desde allí iniciar la modernización, sino que adicionalmente el proyecto incluía la transformación a fondo del sistema político para construir una democracia representativa de partidos. Ello pasaba por el reconocimiento institucional del disfrute de ciertos derechos políticos para la población, los cuales se constituían básicamente en la facultad de elegir a sus representantes o ser electos como tales, y el derecho de organizarse libremente en asociaciones, sindicatos, grupos de opinión, y demás. Un proyecto de esta monta necesitaba lograr el apoyo de la población, hasta entonces privada del disfrute de tales derechos. Por tal razón, la primera tarea de los partidos fue procurarse un anclaje social de soporte, que después sirviera para ser organizada como, plataforma al proyecto fundacional del partido. Eso es lo que intentaron las primeras organizaciones políticas que comienzan a gestarse durante la dictadura de Gómez. Unos con mayor éxito que otros, los partidos se propondrán dotar de contenido a las diferentes clases que comenzaban a tener visiones confrontadas en la sociedad venezolana.  De esta forma, son los partidos políticos quienes organizan y politizan a la sociedad venezolana y no al contrario, como ocurrió en otros países occidentales donde las diversas organizaciones de la sociedad civil dieron origen a los partidos políticos. Fue a partir de procesos de articulación, de sindicatos, organizaciones agrarias, agrupaciones de intelectuales y movimientos religiosos, que nacerían en buena parte de los partidos políticos en Europa. Dado a la inexistente organización de la sociedad civil, fueron los nacientes partidos políticos quienes se encargaron de estructurarla. De allí que hayan adoptado un alto grado de agregación de intereses, es decir, no representan a ningún grupo en particular, sino que desarrollando una  amplia base, pretenden representar a toda la sociedad. Por ello, la estructura organización de los partidos venezolanos ha estado compuesta por los yamados burós o comités: de obreros, estudiantes, empleados, vecinos, profesionales y técnicos, jóvenes y mujeres, Esa pluri-representatividad de los partidos venezolanos, trajo como consecuencia una importante limitación. Cuando los partidos políticos representan solo una parte del conjunto de la sociedad y sus intereses, el sistema político acepta e institucionaliza las divisiones y diferencias políticas. La solución, en otros sistemas políticos, ha pasado necesariamente por la práctica organizada y tolerante del disenso y del respeto de las minorías. Pero cuando, los partidos no son representantes de partes, sino que pretenden sintetizar el todo social, la tendencia es negar los intereses particulares y por tanto reprimir la diversidad y el disenso.  En síntesis, en Venezuela, la sociedad solo ha logrado hacerse políticamente presente en los partidos y no a través de ellos; la función de representación de los partidos en nuestro sistema político fue de una interferencia tan alta que, en lugar de mediar entre la sociedad y el Estado, acabaron mediatizando las demandas. Al instaurarse el modelo de democracia representativa de partidos en 1958, nuestras organizaciones políticas adoptan el papel de vehículos funcionales para canalizar las demandas sociales por medio de otras organizaciones de interés que los mismos partidos fundan: Sindicatos, asociaciones y gremios. Estas son filtradas por los partidos de acuerdo a la coyuntura, gracias a su control de de estas organizaciones que acabamos de mencionar, accedían  al gobierno, y este las devolvía en expresiones de políticas públicas, como por ejemplo, fijación de salarios, incentivos a la inversión privada, dotación de servicios públicos, entre otros. Este proceso de petitorios hacia el Estado, jerarquización de los mismos y correspondiente respuesta social con el apoyo otorgado al partido-gobierno por el grupo beneficiario, resulto absolutamente mediatizado por los partidos. Tal esquema demostró ser útil en un sistema político como el nuestro, en donde la precaria organización política de la sociedad, permitió a los partidos “orientar” a los distintos grupos acerca de cuáles eran sus necesidades, es decir, anticiparse y controlar las demandas. Este esquema también permitió a los partidos presentarse como la “Vanguardia modernizadora” y conducir el proyecto de transformación de una sociedad precapitalista a otra capitalista moderna en un marco de democracia partidista. Pero, cuando se avanza en ese camino y la sociedad comienza a organizarse autónomamente y los partidos no evolucionan junto a ella y se empeñan en mantener un sistema como el descrito, se verán desbordados, como ocurrió en nuestro país. Debido a que los partidos políticos actuando bajo un esquema que yamaremos “tradicional”, comenzaron a interpretar con desconfianza cualquier demanda que no provenía de sus propias filas, y al registrarlas como ilegitimas, tendían a reprimirlas. Este es el cuadro actual de las relaciones que todavía mantienen los partidos tradicionales con la sociedad venezolana, sin excepción de aquellos que aún pelean por consolidar su propio espacio político. La creciente heterogeneidad que hoy registra la colectividad política nacional, hace cada vez más difícil su representación por medio de la estructura policlasista que adquirieron los partidos desde sus orígenes. Para estas organizaciones ya no es posible representar el todo social, si es que alguna vez fue así. En la actualidad, los partidos venezolanos se han hecho disfuncionales con respecto a la complejidad de intereses de la sociedad actual. A pesar de esto, la representación según el esquema policlasista hizo un aporte importante a la integración social, fuente reductora de conflictos. Hasta finales de la década de los ochenta alrededor del 30% de la población venezolana militaba en partidos y al menos la mitad afirmaba simpatizar con algunos de ellos, lo cual es un indicador del grado de aceptación que alcanzó nuestro sistema político. Adicionalmente, los nuestras organizaciones han abonado eficazmente a que el país no se haya dividido por factores de raza, credo o regionalismos, así como la sensación de igualitarismo, código cultural subjetivo de la modernidad venezolana que ha ayudado, junto a otros elementos sociales, a contener los conflictos derivados de las grandes diferencias socioeconómicas. Sin dudas, esto implicó un importante proceso de sociabilización política que permeo los distintos sectores susceptibles de ser captados. Formación de cuadros, propaganda política, círculos de discusión internos, mítines y demás, fueron elementos novedosos aportados por los partidos, que, utilizados para ganar adherentes, también sirvieron para desarrollar una conciencia política en la población. Es indudable que esa formación fue marcadamente parcializada; pero permitió estimular expectativas, activando formas de participación y movilización política hasta entonces ignoradas, como marchas, huelgas, mítines y ejercicio del voto a través del sufragio universal y secreto. Radicalmente opuestas a las formas políticas del siglo XIX donde lo más común eran las tradicionales sediciones. Los partidos políticos resultaron ser eficientes mecanismos de ascenso social, solo comparable a la educación. Y facilitaron, por primera vez en Venezuela, que personas ubicadas en grupos históricamente marginados, pudieran hacer demandas al poder, e incluso ocuparan cargos de importancia, sin tener que ganarlo en el campo de batalla. La movilidad social no quedó únicamente circunscrita a aquellos que hicieron carrera política, sino que también se tradujo en un cúmulo de oportunidades o beneficios directos, obtenidos por simpatizar o ser votantes de los partidos. Los que fueron exitosos electoralmente congregaron alrededor suyo una vasta “clientela” política, la que a cambio de ciertas prebendas, obtuvieron todo tipo de soporte, hasta jugosos apoyos financieros a cambio de licitaciones o contratos públicos. Esta extensa red de transacciones clientelares que se dieron a través de los partidos, conocida generalmente como “corrupción”, ha sido sin duda un potente vehículo de movilidad social, subordinado en algunos casos a las lealtades y compromisos para con las organizaciones.

V Las estructuras tradicionales de lo partidos..

En los partidos venezolanos todavía pueden identificarse al menos dos estructuras organizativas superpuestas, que han pretendido copar todo el ámbito de la sociedad sin dejar de lado ningún sector de importancia electoral. Una de ellas puede denominarse como Organización funcional, que comprendió los diversos sectores populares significativos y sus intereses: obreros, campesinos, empresarios, estudiantes, y demás, y otra fue la organización regional o administrativa de los partidos, la cual reproduce la forma como está dividido político-territorialmente el país. Esta comprende seccionales, distritales, municipales y locales, que a su vez poseen su propia organización funcional. Esta estructura se asemeja a la del partido leninista clásico, y es de tipo estrictamente vertical.  A la cabeza de ella se encuentran las instancias de cobertura nacional, yamadas Comité Ejecutivo Nacional, Comité Nacional o Dirección Nacional. Por lo general, en este nivel se agrupan los miembros más “influyentes y antiguos de la militancia del partido”. De esta instancia copular salen las líneas principales de estrategias y tácticas de los partidos que en la practica son inapelables, siendo sus directrices de obligatoria aceptación para todos los militantes bajo amenaza de sanción. Estos comités Ejecutivos son presentados en los organigramas de los distintos partidos como subordinados a otras instancias más amplias de mayor representatividad, generalmente convenciones o asambleas, que pretenden ser la expresión de las bases y militancia media de los partidos, en realidad esa subordinación no existe, y son pequeños grupos que en Venezuela hemos yamado peyorativamente cogollos, los que dirigen a las organizaciones. Solo en crisis internas serias, se recurre a las convenciones o asambleas como instancias superiores. Sin embargo, estas suelen igualmente estar controladas por los principales cuadros, por medio de los delegados; de allí que sus muy eventuales deliberaciones y conclusiones no son más que pruebas de fuerza entre los miembros de la cúpula del partido, muy lejos de un verdadero ejercicio de democracia. Esta estructura organizativa de nuestros partidos más allá del influjo leninista, pesó en ellas la herencia de su pasado como organizaciones clandestinas.  Durante esos largos periodos de ilegalidad a lo prolongado de gobiernos dictatoriales, era necesario establecer flujos de información y de mandos verticales, a fin de garantizar el control de actividades y mantener adecuados márgenes de seguridad, neutralizando posibles intervenciones policiales. Siguiendo este esquema leninista, la célula tenía siempre escasa información del resto del partido. Vueltos a la normalidad, esta estructura demostró resultar eficaz para controlar conflictos a lo interno de los partidos, dada la reducida posibilidad de que las disidencias a nivel de una seccional contaminasen a las vecinas. Adicionalmente, con este tipo de organización los partidos lograron infiltrarse en todos los niveles de la gestión política nacional. Lamentablemente, lo que ganaron en eficiencia organizativa y control, lo perdieron en democracia interna. Paciencia, Corazón mío: Quizás la primera vez que en nuestra tradición occidental aparece testimonio literario de esta reflexión la encontramos, cuando al final de la Odisea, el largo tiempo errante Ulises yega por fin a su palacio de Ítaca. Al ver a su mujer acosada por los impúdicos pretendientes, que se están comiendo y bebiendo su hacienda, Ulises se inflama de cólera vengativa, pero no se abalanza imprudentemente sobre ellos, sino que se contiene diciendo diciéndose  “¡Paciencia, corazón mío!“. Esta breve recomendación que el héroe se hace a sí mismo, a la vez constatando y calmando el ardor de su ira, es quizá el comienzo de toda nuestra psicología, la primera muestra testimoniada de autoconciencia, según ha señalado muy bien Jacqueline de Romilly, en un precioso libro que yeva precisamente por titulo las citadas palabras de Ulises…

VI La inexistencia en los partidos de democracia interna…

Ni el ascenso de los militantes ni la confección de las listas a candidatos  de representación o para ocupar cargos públicos, ni el diseño de políticas de importancia, responden a procesos de discusión interna. Casi siempre estos procedimientos son manejados directamente por las instancias jerárquicas superiores o se definen en precarias elecciones de segundo o tercer grado.  Donde la participación de la base se ve diluida. De esta forma la posibilidad de mostrar inconformidad con la decisión del partido, así sea en aspectos puntuales, esta reservada a los principales lideres.  Empeñarse en sostener una idea o propuesta desde algún lugar distinto a su dirección superior, en la mayoría de los casos, significa un suicidio político para quien lo intente. Esto ha estimulado una “parálisis creativa” dentro de los partidos, que impide pensar a la organización política.  Por ello, la ausencia cada vez más marcada de propuestas y alternativas para el país. Tales epifenómenos han determinado que, como la lealtad parece ser el principal valor aceptado en los partidos y el mejor currículum de quienes hacen carrera política, el tipo de relaciones que se establecen entre los militantes y los organismos de dirección del partido (Léase jefes o jefe), está mediado por una lógica al poder donde la dinámica del ascenso consiste en ejecutar las acciones que se delegan desde la cúpula, no disentir de las mismas y contribuir a que la tendencia personalista a la que se pertenece dentro del partido se fortalezca, para así tener opción de acceder a funciones de liderazgo. Estas lógicas imperantes se han articulado con las relaciones clientelares descritas líneas arriba, vinculadas fuertemente con elementos de corrupción, gestando lo que comúnmente se ha señalado como “clientelismo”, el cual alcanzó un desarrollo en diferentes niveles en los años de la democracia representativa. Para los grupos económicos y financieros, integrantes de la elite político-económica, el clientelismo ha significado el acceso privilegiado a los beneficios de la renta petrolera. El incipiente capitalismo privado venezolano ha participado a través de él en la democracia, siendo favorecido ampliamente en sus flujos financieros.  Los otros sectores también protegidos, religiosos, militares e intelectuales, lograron por medio de ese mecanismo escabroso, provisto de concesiones que les permitió participar ampliamente en los procesos de toma de decisión. Para un buen número de miembros de los sectores medios, profesionales, técnicos y burócratas, esa concesiva dinámica significó un canal rápido de ascenso social, por medio de un entramado de alianzas partidistas. Para todos los sectores mencionados, la asociación con este admitido conector propició el afianzamiento de una particular desviación corporativista, cuyo principal correlato es una cultura del arribismo y que se expresa en el logro propio y fines por encima del bien común, utilizando como instrumentos la presión gremial y los favores del partido. De acuerdo con estas gruesas conclusiones, bajo la yamada “democracia representativa”, el Estado rentista y los partidos políticos populistas, crearon un gigantesco y complejo aparato de mecanismos utilitarios, orientados a la aprobación de beneficios y a garantizar la lealtad política de los favorecidos.  De esta forma, juraban que el clientelismo unificaría la militancia política, con los privilegios, el voto con transferencia de prebendas, la política con la promesa, vaciando así a lo político de contenidos ideológicos para transformarlo en una mezquina relación apoyo-beneficio, olvidando una máxima fundamental, los pueblos no votan por agradecimiento sino por esperanzas. En fin bajo la lógica del populismo, estos partidos lograron la incorporación real o ilusoria de todos los estratos y sectores sociales a la vida política. Aunque el pueblo no es sujeto principal ni ejerce el poder, los partidos como instrumentos del bloque hegemónico, logran que éste sienta como suya propia la ideología dominante, asumiendo un modelo de comportamiento político que regula las relaciones entre los que mandan y los que acatan en la sociedad.  Esta normativa adopta la forma de valores, creándose así un modelo de acciones políticas formadas de referentes ideológicas y motivaciones subjetivas y simbólicas. Un indicador de esto es que hasta 1989 la gente fue a votar masivamente en todas las elecciones, registrándose índices de abstención significativamente bajos, la subida exponencial de la renta petrolera, como consecuencia de las guerras del Medio Oriente. En esta etapa se consolida la tendencia a la concentración del poder político en pocas manos, apoyada en la estructura del Estado. Comienza entonces a ponerse en evidencia la ausencia de canales de participación ciudadana, ya que los partidos dejan de ser movimientos de masas para convertirse en aparatos burocráticos. Proceso que hace que la población comience a no sentir como real el vínculo con sus supuestos representantes. Paralelamente, a inicios de la década de los ochenta, comienzan a acumularse un conjunto de distorsiones socioeconómicas, que se agravarían con la crisis mundial del mercado petrolero, durante el periodo de gobierno de Luis Herrera Campins, estalla la espiral de la deuda externa, comenzando un proceso de brusca devaluación del bolívar. Desde 1979, la clase media y los asalariados venían acumulando un deterioro del ingreso real, del orden de un 5% anual (datos, BCV, CENDES, UCV).  Esta merma de los ingresos familiares no fue demasiado visible en los primero años, debido que la población promedio había acumulado una relativa riqueza material durante la bonanza petrolera de la década de los setenta y que sirvió como colchón amortiguador del deterioro registrado entre 1979 y 1988. Durante estos años, simultáneamente con la crisis del mercado petrolero, comienza un movimiento de liberación económica a escala mundial, impulsado por los países industrializados. Las tesis de los cepalistas en Latinoamérica, pierden fuerza, mientras el diseño FMI-Banco Mundial, aceleradamente va imponiéndose en casi todas las naciones en desarrollo. De este modo, el modelo económico en el que se soporta el punto-fijismo, comienza a agrietarse. En la administración Lusinchi, se exacerba el clientelismo a límites intolerables, el país está casi quebrado y sumergido en una profunda crisis moral. A pesar de que el modelo hizo aguas por las razones propias del populismo, el país registro logros, las industrias instaladas registraron un crecimiento sostenido, la transformación democrático-burguesa se hizo a un bajísimo costo social y el Estado invirtió más recursos que nunca antes en educación, salud, vialidad, servicios básicos y alimentos.  Sin embargo, la estructura de la sociedad venezolana en esta etapa, evidenció gravísimos problemas, producto de una injusta distribución de la riqueza entre las distintas capas sociales del país. La mayoría de las conquistas esenciales del sistema comenzaban a dar signos de colapso.  Es el caso de la política habitacional del Estado, el modelo educativo, el sistema de salud y, muy sensiblemente, la prestación de los servicios públicos. Aun se debe aceptar que la corrupción estaba instalada en nuestra historia desde mucho antes del proyecto democrático-populista, los mecanismos clientelares impulsados por él, la convirtieron en la real institución dentro del Estado, horadando todas las instancias públicas y privadas.  Los partidos políticos del status, tanto como sus aliados, que han ocupado indistintamente el poder, se han caracterizado por privilegiar los intereses de grupos allegados y los de sus propios dirigentes,  que las preteridas necesidades del pueblo. Uno de los aspectos más irritantes de este cuadro, es la desmesurada e inmanejable deuda externa, publica y privada, la cual condiciona negativamente el equilibrio de las finanzas, de las variables macroeconómicas y de la paridad monetaria.  Esta deuda exponenciada en esta etapa sigue siendo uno de los lastres, que aun si existiera voluntad política, imposibilita cualquier intento de desarrollo con justicia social.

¿Fin de este modelo?

En el comienzo de la tercera etapa de la democracia venezolana, con las elecciones en diciembre de 1988, resultando electo para un segundo periodo, por amplia mayoría Carlos Andrés Pérez, esta podría yamarse de deslegitimación. Si bien es cierto que Pérez recibe un país en terapia por todo lo anteriormente señalado, la “solución” intentada a través de un ajuste macroeconómico, según formula impuesta por el FMI y el Banco Mundial, empeoró la situación de deterioro del país ya bastante maltrecho, al hacer soportar el peso del yamado ajuste, sobre los hombros de los sectores más débiles de la sociedad. Este escenario, acumulado a la crisis estructural que se venia gestando desde muchos años atrás, fue configurando un acelerado proceso de deslegitimación del modelo político venezolano. Las consecuencias de esto, quedaron evidenciadas con los graves sucesos del 27-28 de febrero del 1989, los intentos de golpes de Estado del 4 de febrero y 27 de noviembre de 1992, que produjo como resultado la separación del cargo del presidente de la República, colocándose el sistema en una situación de extrema fragilidad. Se evidencio que la realidad venezolana había dejado atrás la ilusión de una sociedad capaz de encubrir las diferencias sociales, características de un desarrollo capitalista. La fachada del entusiasta proyecto de 1958, “La mejor democracia del Continente”, se hizo añicos. El proyecto político dominante se fragmento, está agotado. El viejo modo de producción política, colocado por encima de los ciudadanos, ya no es viable. La mayoría de intelectuales y analistas políticos, consideraron ya a partir del segundo periodo de Pérez, que AD difícilmente podría recuperarse del costo político de los sucesos de la coyuntura 1989-93 y, dada la profunda crisis del COPEI, no vacilaron en sentenciar que, el reacomodo que se estaba produciendo en el país, apuntaba hacia la desaparición definitiva de este modelo imperante. Los resultados electorales de diciembre de 1993, parecieron confirmar la idea, el triunfo del inefable Dr. Rafael Caldera, quien cabalgó mezquinamente  sobre una amalgama indigesta que se yamó Convergencia y así como el avance arrollador de la Causa R, apuntaban en esa dirección. Pero también nos parece que en la elección de 1993, hubo mucho de mesianismo, característica de nuestra cultura política, como herencia del prolongado caudillismo. Una vez superada levemente la inestabilidad heredada del gobierno de Pérez, Caldera consciente de la fragilidad de su plataforma política, pacta con AD su apoyo parlamentario.  Es de inferir que Caldera, empleando la lógica del “punto-fijismo” que el mismo ayudó a crear, concibió una doble estrategia: por un lado, dotar a su gobierno de la estabilidad necesaria para funcionar y fortalecer a Convergencia, con miras a que esta organización reemplazara al COPEI. Para que esto pudiera concretarse, Caldera intentaría transformar a esa inédita organización hija de una circunstancial alianza electoral, en una especie de movimiento de movimientos, federando a las organizaciones que lo apoyaron en su carrera presidencial, centralizando su control, por medio de la creación de una especie de mando único. En el contexto de la crisis de legitimidad y representatividad del sistema político venezolano, se ha conformado un gigantesco vacío en el orden de la producción y el intercambio simbólico. La dificultad ha yevado a la sociedad venezolana a vivir dentro de lo que psicosocialmente se denomina “síndrome de la desesperanza aprendida”.  Es así como desde el punto de vista sociocultural y sociopolítico, nuestra sociedad aparece como desgastada, sin grupos sociales (a excepción de los estudiantes), que produzcan significados que encuentren resonancia en el colectivo. Los símbolos en lisa ya no hablan para el venezolano común, ya no lo expresan.  “Así en el juicio practico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vinculo de la libertad con la verdad.  Precisamente por esto la conciencia se expresa con actos de “juicio”; que reflejan la verdad sobre el bien y no como “decisiones arbitrarias”.  La madurez y responsabilidad de estos juicios y, en definitiva, del hombre, que es su sujeto se demuestran no con la liberación de la conciencia de la verdad objetiva, a favor de una presunta autonomía de la las propias decisiones, sino, al contrario, con una apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar”. (Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis Splendor: AAS 85 (1993) 1881-1182.

VII El Caudillismos militar de vuelta.

Como nos lo ha machacado con honestidad intelectual, (José Rodríguez Iturbe). “Venezuela sigue siendo un país haciéndose, no hecho. La Emancipación fue un proceso ideológico-político con énfasis jurídico-constitucional. El parto de la República fue, sobre todo, el empeño de civilistas ilustrados, no pocos de los cuales ocupaban el vértice ductor económico-social de la vida colonial. La desviación del concepto ciudadano para identificarlo con el soldado se realizó en el transcurso de la guerra y con no poca incidencia americana de los fenómenos peninsulares. Así, el pretorianismo rampante en España (a raíz de la Guerra de Independencia hispana contra la Francia invasora de Napoleón I) y el absolutismo maquiavélico del Rey felón (Fernando VII) influyeron, y mucho, en las torceduras experimentadas, casi desde su cuna, por la débil institucionalidad republicana. El civilismo pluralista y democrático pasó a ser, en Venezuela, un adorno retórico desde la creación de la Gran Colombia (Angostura, 1819; Cúcuta, 1820) hasta su muerte, una década después, con la Convención de Ocaña y el fallecimiento de Bolívar. Lo que vino luego no fue mejor. El caudillismo militar como subproducto sociológico de la Independencia, según la aguda observación de Augusto Mijares; el poder en las manos de quien controlara las armas se convirtió, entonces, en objeto de deseo a cuyo goce se accedía no con los votos y el asentimiento ciudadano, sino con la violencia belicista. A 200 años de la Independencia Venezuela sufre la farsa más destructiva de su historia republicana. Como no se trata de buscar un imposible regreso al pasado, sino de apostar por el futuro, después de la hecatombe que han representado (y representan) Chávez, Maduro y el chavismo, nada será lo mismo que antes en la vida social y política venezolana. Estos casi dos décadas signadas por la siembra de odios, por el aflorar de la envidia y el rencor, han dividido la nación en antagonismos viscerales, de un modo tan pasional como no se recordaba en los años de la República democrática y civilista vigente, con todos sus altibajos, en la segunda mitad del siglo XX. Esa República fue la antítesis de la República autocrática y cuartelera, repleta de caciques de vuelo bajo y de cosechas sucesivas de guerras civiles. En 1903, puede históricamente ubicarse el último enfrentamiento bélico entre venezolanos, causado por disputas sobre el poder y desde el poder. La política militarizada (arbitraria, corrompida y primitiva) preanunciada por el Monagazo y aflorada en la degradación de la post Federación, en el Guzmancismo y en el que Mijares yamó “el guzmancismo sin Guzmán”, culminó con Los Sesenta. A partir de 1899, Venezuela contempló la inserción histórica con rango dirigente del hombre de nuestras montañas occidentales. Esa fue la última aventura de montoneras que, con el silencio inescrutable de Gómez, representaría el crepúsculo de las guerras civiles y la implacable tiranía de quien veía el país como una hacienda. La de Castro y Gómez fue la más larga y dolorosa expresión tiránica de la Venezuela rural. Y, a la vez, su epílogo. Allí, en el tiempo agónico del XIX, está la matriz que, a pesar de Rómulo Betancourt y el 18 de octubre de 1945, hizo del siglo XX venezolano un siglo de preeminencia andina. Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez signaron la primera parte de la pasada centuria. Muerto Gómez siguió el tiempo de los caudillos. El caudillismo civil (ya no militar), Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Jóvito Villalba dio lo suyo en la puesta en marcha de una modernidad retrasada y en una genérica democratización que, más que en tradición arraigada y en sólidas instituciones, se apoyó en la fortaleza de la renta petrolera. La transición postgomecista se alargó, con sus vaivenes, desde 1936 hasta 1958. Y, luego, durante 40 años largos, la patria contempló el espectáculo inédito de la dinámica de alternabilidad de la democracia representativa. No eran las armas, sino los votos los que decidían el destino de Venezuela. Esa fue una democracia de partidos, con dos mayoritarias vertientes ideológicas la socialdemócrata y la democratacristiana cuyo mayor logro fue un aporte decisivo a las estructuras de participación popular, no sólo en lo político sino también en lo social. La inercia del pasado hizo, sin embargo, de esas cuatro décadas el tiempo del lento gestarse y desenvolverse de una conciencia ciudadana, nunca plenamente cuajada desde el nacimiento civil, civilista y civilizado de la República en el Congreso de 1811. La Patria Republicana, en efecto, nació hace 200 años del Primer Congreso: con bastantes letrados y en la Capilla de la Universidad. Se consolidó posteriormente, con grandes sufrimientos, en los campos de batalla. Los combates del parto con dolor de la nación soberana los libraron no militares de academia sino milicias de ciudadanos, con conciencia de generación auroral, de promoción estirpe, dispuesta a enterrarse en los surcos nuevos para que germinara y creciera y diera fruto el Estado que significaba la mayoría de edad de la República. De toda la pléyade de héroes y padres de la Patria sólo dos (que yo sepa) eran militares profesionales, formados en las academias españolas: Francisco de Miranda y Lino de Clemente. Podría discutirse si Antonio José de Sucre era también militar de academia, en cuanto egresado de la Academia Militar de Matemáticas de Caracas. Y poco más. Simón Bolívar, p. e., formó parte de las Milicias de Blancos de los Valles de Aragua, en las cuales su padre había sido Coronel. Rafael Urdaneta, a su vez, en el comienzo de la Emancipación, formaba parte de las Milicias de Blancos de Cundinamarca. Y podrían multiplicarse las referencias. Santander, “el hombre de las leyes”, era un universitario trocado en militar. Para nuestra desgracia, santanderismo al revés fue lo que tuvimos en Venezuela. Mejor dicho, peor que eso. Porque no fue el caso de militares que se adornaran con lauros académicos civiles (como andando el tiempo sería la obsesión de muchos), sino de la imposición de la fuerza para atribuirse rangos castrenses y grados académicos. Los títulos fueron, así, otra dimensión (cultural y espiritual) de los saqueos. Así, en la historia trágica de la segunda mitad del siglo XIX y de la primera mitad del XX, en Venezuela hubo mucho “General y Doctor” o “Doctor y General”, por obra de su realísima gana, de su sable o su machete, del pistolón o del máuser, por temeridad o aventura, o por graciosa “concesión” de jefes de asonada, pero nunca por ciencia y por conciencia, por saber adquirido y practicado en moldes de normalidad institucional y académica. La pólvora sustituyó al discurso; el degüello al proyecto. Así el hombre fuerte se hizo en Venezuela insaciable Minotauro, ignorante de la dignidad de la persona y de los pueblos e idólatra de la fuerza. Por eso, el dilema fue casi siempre, en nuestra historia enferma, vencer, no convencer; cuando han debido procurarse, de consuno y pacíficamente, ambas cosas. Todos sabemos lo que pasó después de la Independencia. La malsana búsqueda tutelar de las espadas abrió las compuertas de un caudillismo que muchas veces no era más que bandolerismo. El poder, con esa visión enferma, se afincó en el imperio brutal de las armas, no en el respeto a la condición humana ni en la armónica concepción de la vida social. La mutua referencia de persona y bien común que se estudia en la filosofía social era, para tales especímenes de nuestra fauna política y militar, terra incógnita, como titulaban los mapas antiguos las zonas aún no hoyadas por la planta de los exploradores y cartógrafos. Separada Venezuela de la Gran Colombia, el intento de gobierno deliberativo iniciado en 1830 yegó hasta 1847, con José Tadeo Monagas. Gratia arguendi, brinco con garrocha el trágico incidente de la yamada Revolución de las Reformas, en 1835, contra José María Vargas, que dio al traste con el primer intento de Presidencia civil, después del colegiado de la I República. Allí, diciéndose bolivarianos, figuraron en la conjura contra el albacea del Libertador y Rector de la Universidad de Caracas, próceres como Santiago Mariño, el Libertador de Oriente, y José Laurencio Silva, Comandante de los Húsares de Colombia, en revoltijo que golpea al olfato, junto con Pedro Carujo, el del atentado septembrino (25 de septiembre) contra Bolívar en la Bogota de 1828. Con José Tadeo Monagas se produjo una herida institucional que duró casi un siglo contra el civilismo parlamentario necesario para la buena marcha de Venezuela. El 24 enero de 1848 fue el crimen de cierto procerato aliado con el hampa contra la Representación Nacional: el fusilamiento del Congreso. (Un precedente de impudicia “parlamentaria” del Capitán Cabello). Los Monagas se sucedieron a sí mismos. Fue necesaria la unidad nacional entre conservadores y liberales para salir de ellos. La unidad contra Monagas encontró su paradigma civil en Fermín Toro, pero tuvo su talón de Aquiles en la búsqueda enfermiza de la “espada protectora”. Esta fue ficticia: de escasa calidad, (por no decir carente de ella), tanto en el orden moral como en el político y militar. El intento de unidad nacional para reencontrar en armonía el camino de la Patria resultó estéril. Esa unidad sirvió para salir del Monagato, pero no para evitar el barranco profundo de la guerra civil. (Sobre lo que hay que alertar en el hoy). Las pasiones cultivadas y alentadas prepararon la guerra social, el simún envolvente y enceguecedor de la Federación. ¿Cuándo comenzó propiamente la Guerra Federal? Nadie discute la primacía en la paternidad de la siembra de discordias a Antonio Leocadio Guzmán. No sería él quien, a la postre, resultaría beneficiario de una tragedia que dejó destrozado y exhausto al país, más allá de la retórica instrumental e ideologizada de aquellos que, durante la segunda mitad del siglo XX, más dados a la gesticulación y a la inercia intelectual que al auténtico estudio de nuestro complejo proceso de pueblo, exaltaran como gesta idealizada lo que fue la consagración absoluta de la anomia. Cierta izquierda militante hizo propia una sentencia de Laureano Vallenilla Lanz, padre, uno de nuestros más destacados positivistas, quien calificó al asturiano José Tomás Boves como “padre de la democracia venezolana”; y, para no ser menos, mitificó, con un romanticismo cuestionable, el primitivismo de algunos cabezas de partida (sobran nombres y ejemplos concretos, el más criminal el de aquel Espinoza que consideraba causal de muerte saber leer y escribir) que adornó de horrores el tiempo de la que sería yamada Guerra Larga. Se discute si su punto de arranque debe colocarse en 1858, con el Manifiesto de San Thomas, o en 1859, con la Proclama de Palmasola. La formal postulación de la Federación la hace, sin embargo, Tirso Salaverría, en febrero del 59, en Coro. Fue una guerra terrible, con sólo dos verdaderas batallas al inicio mismo de los 4 años del conflicto: Santa Inés y Coplé. Ezequiel Zamora resultó figura mitificada a posteriori por esa manipulación de la historia que resulta de la mixtura de la ignorancia, el simplismo ideológico y el afán instrumental. No fue Juan Crisóstomo Falcón, con sus “cabezones” corianos, quien marcó el rumbo de la nueva etapa que, hipotéticamente, se abría luego de los jugosos acuerdos (para los negociadores) resultantes de la y amada Paz de Coche (Pedro José de Rojas y Antonio Guzmán Blanco), acontecimiento bien descrito por Díaz descrito por Díaz Sánchez  en su libro sobre los Guzmán que ha resultado prototipo de biografía histórica entre nosotros. El país, exhausto, después de tan prolongada sangría sembrada de escenas de barbarie, fue presa fácil de la ambición de Guzmán el joven, teórico jefe de un inexistente “Ejército del Centro”. Guzmán Blanco prolongó, directa o indirectamente, su tutoría sobre el país durante casi 30 años. Septenio, Quinquenio, Aclamación, el Guzmancismo sin Guzmán (el tiempo de los caudillos guzmancistas secundarios, el más destacado de los cuales fue Joaquín Crespo). Guzmán, según relata Francisco González Guinán en el volumen 10 de su Historia, resultó experto en vejaciones y degradaciones, haciendo que el general Julián Castro (presidente ocasional de la reacción unitaria contra el Monagato en 1858; juzgado, luego, por violar la misma Constitución que jurara) fuese quien dirigiera el pelotón de fusilamiento de Matías Salazar el 18 de mayo de 1872. Siempre a los autócratas les ha importado un comino el orden legal e institucional, pues lo reducen a su querer y apetencia: ese fusilamiento hizo mofa de la abolición de la pena de muerte, decretada por Falcón en 1863. Guzmán y Crespo murieron casi con el siglo. Uno en París y otro en la Mata Carmelera. En 1899 puede decirse que, con el derrocamiento de Ignacio Andrade, se esfumó para la historia la secta político-militar de Guzmán Blanco, la que agrupó a los “partidarios de la causa”: el yamado Gran Partido Liberal Amarillo pues, casi un siglo: desde el asesinato del Congreso con José Tadeo Monagas, hasta el derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez la noche se alargó como la siesta de una boa desde el comienzo del Monagato (1847) hasta la muerte (diciembre del 35) de Gómez (Juan Bisonte, el Gran Loquero, el “bellaco admirable” como lo yamó José Rafael Pocaterra). La muerte de Gómez señala, en el decir de Mariano Picón Salas, el inicio retrasado del siglo XX venezolano en 1936. Siempre se mantuvo la yama del sueño inacabado. Siempre hubo un resto de pueblo indoblegable, que se empinaba en medio de las degradaciones y miserias. Allí está el paradigma de la dignidad parlamentaria, en Fermٕín Toro. Allí está el ejemplo del humanista insobornable en Cecilio Acosta. La piedra en el zapato que resultó Fermín Toro para Monagas fue Cecilio Acosta para Guzmán (quizá con menos impacto, porque Acosta no tuvo como Toro dimensión de estadista; y, además, el poder de Guzmán era casi omnímodo, mientras su deshonesta dictadura condenaba a sus críticos al “cementerio de los vivos”). Allí está el Rómulo Gallegos de La Alborada o la gran poesía nacional de ese notable político y parlamentario, juglar del amor y la esperanza patria, que fue Andrés Eloy Blanco. Por ese resto indoblegable por su siembra cuando no había posibilidad de cosecha inmediata, por su sueño invencible cuando el ánimo abatido consideraba imposible o impertinente el anhelo de un país mejorado vino el parto de las generaciones civilistas. Las dos de mayor bulto, las de 1928 y 1958. Ello hubiera sido imposible sin la gradual apertura de la transición posgomecista de Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita. El largo paréntesis para buscar un cauce de la conciencia ciudadana. Que las promociones del 28 y del 36, protagonistas históricas de la Revolución de Octubre de 1945, alargaran su función ductora y protagónica hasta el mismo final del siglo XX tuvo su parte buena y su parte mala. Lo bondadoso del hecho puede encontrarse en que ello permitió la institucionalización de la libertad y el despunte de instituciones republicanas en una historia, como la nuestra, yena de olor a pólvora y de gestos de audacia (¡ese tirar la parada de tantos aprendices de brujos, en un proceso de pueblo reflejado en una sinusoide!) Lo negativo, que represó el sano vitalismo exigido por la normal dinámica del relevo en los procesos sociales y políticos. Lo bueno y lo malo fue posible porque, aunque fuese previsible ya desde los años 20 del siglo pasado, a los períodos del civilismo posterior a 1958 correspondió la acelerada consolidación de un cambio extraordinario que supuso el paso del país campesino al país urbano, de la república rural a la república minera. El general petróleo provocó la más honda, permanente y pacífica transformación de la nación venezolana.

VIII El Salto atrás

El 4 de febrero muchos venezolanos creyeron encontrar un héroe, alguien que tuvo el valor de insurgir en contra de un sistema que ya sólo no los representaba sino que los agredía día a día. Chávez vino a yenar el vacío simbólico, la falta de referencias. Adicionalmente, las características del fenómeno Chávez encajan perfectamente dentro el componente mesiánico de nuestra cultura política; frente a la ilegitimidad popular del gobierno, el comandante Chávez aparecía como el líder que podía “poner orden”.  Lamentablemente rémora de nuestro pasado caudillesco. Como sabemos los militares insurgentes fueron encarcelados y luego al asumir el poder el presidente Caldera, indultados. Una vez en libertad, un grupo de ellos encabezados por Chávez, se dedicaron a organizar sobre la base de lo que se yamo el MBR. 200.  Un movimiento político integrado inicialmente por oficiales retirados, algunos sectores de la clase media y, mayoritariamente, los sectores populares. Lo que se ha dado a yamar el “chavismo” proclama como tendencia ideológica su inspiración en los ideales de Bolívar, Simón Rodríguez, Ezequiel Zamora, el Che Guevara, Marx, lo cual, se expresaba, en síntesis, en la formación de un gobierno eficiente, capaz de extirpar la corrupción y eliminar la pobreza. Desde el punto de vista doctrinario, el movimiento bolivariano, a pesar de su retórico discurso sobre el socialismo del siglo XXI, aparece como indefinible al menos por ahora.  En su seno se han agrupado elementos que van desde la extrema izquierda, militarismo cuartelaría, hasta la tramontana ultraderecha. Todo esto viene a cuento para destacar que el pretorianismo a lo Chávez no fue nunca, ni antes ni después de su infiltración en la Academia Militar en los 70; ni antes ni después de la conjura formal a partir de 1982; ni antes ni después de la felonía golpista del 4 de febrero de 1992; ni antes ni después de su victoria electoral en la elección presidencial de 1998; un proceso de conquista del futuro, sino un regreso, con muchas penas y sin ninguna gloria, a lo más lamentable de nuestra propia historia. Yegamos así, para nuestra desgracia, a una zona mixta de la locura y la delincuencia de la cual aún no estamos liberados. Edecio La Riva Araujo solía decir, en su estilo singular, que el poder huele a jazmín. ¡Odorífera expresión del poder! Como sabemos los venezolanos, el poder no huele a jazmín sino, a menudo, a ácido sulfhídrico, a sudoración de mapurite, a gases de nafta catalítica. El jazmín de la imaginación poética de La Riva no posee ningún punto de comparación con la fetidez de la descomposición social y política de la nación a partir de 1999; de la Venezuela tomada al abordaje, con ánimo de sacar vientre de mal año, por el más patético conjunto de fracasados, acomplejados, utópicos y anacrónicos seudo izquierdistas, ninguno, por cierto, (y valga la puntualización) ejemplo cabal de lo más destacado y respetable de la izquierda criolla. No puede oler a jazmín, este malhadado empeño, porque sus responsables están impregnados de todas las miasmas del basurero de la historia (para decirlo con lenguaje trotskista) donde no pocos de ellos habían sido arrojados desde los años 60 de la centuria pasada. La República, desde que el teniente coronel golpista Hugo Chávez logró echarle mano a la jefatura del Estado (nunca fue demócrata; el medio para él era secundario, el putsch o los votos: fracasado el primero, optó con éxito por los segundos; pero ello no le hizo variar su visión fascistoide del mundo y de la vida) ha visto difuminada la temática política, que ha dado en yamar “revolución” o “proceso”, reducida, simplemente, no a la búsqueda del bien común, sino al goce y disfrute del poder, entendido, en su primera etapa como la eliminación de sus “enemigos”; y en la segunda, como “transición al socialismo”. Desde la primera comenzó su enredo maquiavélico, que se ha agudizado en la segunda. El goce y disfrute se redujeron y se reducen a una infinita espiral táctica, ayuna de una estrategia en función de un verdadero proyecto. (Eso y la incapacidad antológica de la etapa de destrucción nacional que aún no ha concluido, aunque está bastante avanzada, ha sido reconocido y proclamado hasta por teóricos neo-marxistas que alguna vez se ilusionaron con Chávez, como, p. e., (Heinz Dieterich), quien ahora expía sus culpas y huye hacia delante. Y esa espiral táctica mira obsesivamente a la permanente lucha por la conservación del poder, viendo siempre tal lucha con dimensión existencial. Por ello, desde el ángulo de Chávez, fue siempre una lucha agónica, signada por la lógica del gladiador: morstua vita mea (tu muerte es mi vida). No sabemos a cuáles profundidades pueda yegar esa lucha entre sus herederos, en la canibalesca confrontación por ocupar su puesto entre quienes se dicen sus amantes y leales seguidores”. Su discurso esta  vaciado de contenidos, no transcendiendo las propuestas éticas en su épica lucha contra la corrupción. Concretaron la toma del poder, convocaron y aprobaron una Asamblea Constituyente, diseñaron y aprobaron una nueva Constitución, se ratificaron en unas nuevas elecciones, conquistaron el poder absoluto regional y municipal, en un hecho sin precedentes frente a la irresponsabilidad historia de los partidos ganaron la representación total en la Asamblea Nacional, para desde allí subordinar a los otros estamentos del poder electoral, contralor, fiscal, intentaron cambiar la Constitución vigente, donde sufrieron su primer revés electoral, todo en ya veinte largos años, pero hasta ahora no parecen haber articulado una propuesta política coherente, una verdadera opción alternativa para el país. La popularidad del  chavismo ha descendido aceleradamente, luego de la derrota en las parlamentarias diciembre del 2015, y de su respuesta arrogante y torpe frente a la misma, su discurso sigue teniendo influjo para los sectores más débiles y por los que aun se dejan seducir por los atavismos de nuestra cultura política, heredada de nuestro pasado caudillista. En este sentido pudiéramos postular que en este campo se ha estructurado históricamente en torno a dos lógicas: la de la diferencia y  la de  equivalencia.  La primera es, una lógica que implica la inclusión del mayor número de diferencias posibles, y en consecuencia no simplifica, sino que hace más complejo el campo social y político; es decir, en ella coexisten y se interrelacionan diversas identidades: políticas, sexuales, étnicas, rurales, ambientales, culturales urbanas, regionales y demás. Esta lógica hace vinculante el arbitraje democrático, la tolerancia como forma de vida y la articulación de la cultura con la política. Por su parte la lógica de equivalencia, tiende a organizar las distintas identidades en cadenas, con la finalidad de negar un “otro” que, supuestamente amenaza su existencia, simplificando así el ámbito de lo político, y en consecuencia, reduciendo el espacio para el despliegue del juego democrático y la ampliación cultural de la política. Podemos ilustrar esquemáticamente la estructuración de estas lógicas contradictorias en cuatro etapas de la historia venezolana.

IX Fases del proceso político venezolano

Una primera etapa: Ruptura del nexo colonial. Aquí enfrentamos una situación donde se cuestionó el principio de legitimidad sobre el cual descansaba el poder colonial. Esta escisión se yevó a cabo desde un discurso que no encadenaba connotativamente las otras voces constitutivas de la realidad venezolana de la época.  Ello trajo como consecuencia, por un lado, la ausencia de la necesaria condensación discursiva indispensable para proporcionar legitimidad al nuevo poder republicano y, por el otro, el fracaso del proyecto bolivariano y la destrucción del núcleo social portador de este proyecto.  De hecho, la Independencia puede considerarse como un acto preventivo que tenia como objetivo la permanencia de la estructura de poder, sobre la cual se asentaba la supremacía social y cultural de la minoría mantuana.  Esta circunstancia histórica ayuda a explicar porqué el romanticismo bolivariano pudo articularse con las creencias populares que interpelaban a la mayoría parda/negra de la población.

Una segunda etapa: Los regimenes oligárquicos liberales. regímenes adoptaron un discurso que enfatizaba el carácter evolucionista de nuestro acontecer y otorgaba a la geografía y al sustrato étnico un papel determinante en este devenir. En este sentido proyectaban una visión del país estructurado en términos de tensión entre disgregación e integración social y concebían el acto de gobernar como una escogencia entre civilización y barbarie.  En el marco de esta lógica la capacidad expansiva de esta modalidad discursiva era muy limitada. De hecho, estableció nexos connotativos, exclusivamente con los significantes que afirmaban positivamente la identidad de los portadores del polo “civilizatorio”; ello implicó un rechazo a las tradiciones populares en tanto que éstas eran símbolos de atraso, oscurantismo, estancamiento y barbarie. En el marco de esta gramática resultaba difícil construir una lógica de la diferencia que connotara lo popular y, en consecuencia, proporcionaría legitimidad a este arreglo político. A lo largo de este periodo histórico la torre de Babel republicana se caracterizo por una cacofonía de voces en permanente disonancia.

Una tercera etapa: La adequidad. A partir de la tercera década del siglo XX se inicia una nueva etapa en la construcción discursiva de lo político en Venezuela, cuyo dispositivo simbólico han denominado en otros análisis como adequidad, y que bien pudiera ilustrar la lógica definida como de la diferencia. Este nuevo espacio societario permitió de los rasgos definitorios (étnicos, raciales, culturales, educativos) de los sujetos excluidos de la práctica política en el periodo anterior u oligárquico-liberal. Estos significantes no serán organizados en relaciones metonímicas mutuamente excluyentes. Ser blanco, oriental, mestizo, católico, propietario, campesino, negro, andino, indio, alfabeto, coreano, iletrado, urbano, yanero y demás; constituyeron realidades por sí mismas. El horizonte discursivo en este periodo histórico, se caracterizo por la sutura de los márgenes de un nuevo espacio político en el que la existencia real y simbólica de estas entidades, paulatinamente, fue reconocida y reafirmada. Desde entonces están presentes en el espacio público de la política venezolana, significantes heterogéneos constitutivos de la identidad popular, tales como: el joropo, culto a María Lionza, boleros, procesión de la Divina Pastora, rancheras, santería, partidos, oralidad del pueblo “arrecho”, ciudad, sindicatos, asociaciones, federaciones empresariales, caraquistas y magallaneros, entre otros.  Este conjunto disímil de determinaciones coexistirán desde entonces en el espacio político venezolano, proporcionando contenido sustantivo a su nacionalidad. Acción Democrática, logró procesar esta dimensión popular de los sujetos de acción colectiva y arbitrar los antagonismos que generaba la coexistencia plural de las diferencias. Obviamente, este proceso será apuntalado por el inicio de la producción petrolera. El aumento del presupuesto nacional, la migración rural-urbana, el crecimiento de los sectores medios, una mayor complejidad institucional y una percepción más internalizada del ser venezolano en la población.

La cuarta etapa: El Pretorianismo-Chavista. A finales del siglo XX el sistema político mostraba hondas insuficiencias para procesar las demandas provenientes de nuevos grupos sociales. La imagen que refleja el espejo político de la época no era uniforme. Se encontraba fragmentada en una diversidad de sujetos, desigualmente jerarquizadas. Esta situación generó la oportunidad para construir una nueva cadena de equivalencia. Así por ejemplo, la lucha por reivindicaciones particulares como: educación, vivienda, salud, empleo, seguridad, democracia sindical, participación, derechos humanos, transparencia administrativa, autonomía municipal, apertura económica, honestidad pública, privatización, descentralización, competitividad, desregularización de la economía y otros; expresaban algo común a todas estas confrontaciones: rechazo al régimen de partidos y un urgente anhelo de cambio político, connotaban el creciente desapego de la población hacia el entramado institucional que caracterizaba este momento político venezolano.  Esta fragilidad se expresó en la desarticulación de las formas tradicionales de hacer política y en la “liberación” de los símbolos populares articulados a los partidos políticos que ejercieron los roles protagónicos en Venezuela después de 1958. En esta incoherencia discursiva gestó la posibilidad para nuevas expresiones políticas, intentaron copar el campo de lo público en Venezuela al final de la última década del siglo XX.  En este contexto los significados y significantes articulados al chavismo lograron condensar estas interpelaciones en una cadena de equivalencia, que proporcionó la inclusión política ausente en el modelo político imperante. Sin embargo, parece conveniente resaltar que esta articulación con la memoria pasada, si bien explica, por un lado, su relativo éxito en apropiarse de la simbología popular; por el otro da cuenta de las dificultades políticas que en la actualidad confronta el actual régimen  al intentar desechar la democracia como valor y forma de vida.  Como ya lo hemos comentado en sus inicios el chavismo, atrajo hacia su polo de gravitación los símbolos populares históricamente articulados al proyecto encarnado por los partidos políticos Acción Democrática y El COPEI.  Pero a pesar de ello no ha logrado vertebrarse plenamente con las tradiciones de comportamiento democrático presentes en la sociedad venezolana. Por el contrario, desplegó una estrategia discursiva populista que fragmento maniqueamente el espacio de lo político entre pueblo y oligarquía, atribuyéndole a cada uno de estos polos virtudes éticas y morales excluyentes. “Ante todo se debe aceptar que la Democracia no es un absoluto ni un proyecto sobre el futuro: es un método de convivencia civilizada.  No se propone cambiarnos ni yevarnos a ninguna parte; pide que cada uno sea capaz de convivir con el vecino, que la minoría acepte la voluntad de la mayoría, que la mayoría, respete a la minoría y que todos preserven y defiendan los derechos de los individuos”. (Octavio Paz). La retórica fundamentalista imperante en el país, ha dificultado la construcción de espacios para el entendimiento, ha dado como resultados, los trágicos, sucesos golpe de Estado 11 de abril, y el aquelarre ditirámbico protagonizados  por los factores que lo propiciaron., el paro petrolero con sus dramáticas consecuencias, el accidentado referendo revocatorio del 16 de agosto de 2004, con el desconocimiento de los resultados por los sectores adversos al gobierno, la no presentación de candidatos a la Asamblea por los mismos actores, en una omisión absurda sin orientación previsible, de nuevo dudas sobre los resultados del 03 de diciembre de 2006, inexplicablemente por actores que promovieron y publicitaron su  (Blindaje) el intento  descaminado del régimen de hacer un cambio de fondo a la Constitución vigente (1999), aprobada entre épicas manifestaciones como la mejor del mundo, acción que fue derrotada en el referendo del 2 de diciembre pasado del 2007, que descalificado con dureza por el presidente Chávez, la medrosidad y complacencia al aceptar el hecho inconstitucional de que en febrero del año siguiente la reedición del referéndum rechazado por el país, el contundente respaldo al los candidatos de la oposición en las elecciones legislativas de diciembre del 2015, que arrojo que tuviesen las dos terceras partes de la AN, y que reeditaran irresponsablemente el capitulo II, del frívolo sainete del 11 de abril del 2002 de ingrata recordación lo que ha generado la actual dramática situación social y política que sofoca al país. Es evidente que la discursividad política en lisa, tiende a simplificar el terreno de lo político y, esta acarrea que la agenda social, económica y cultural del país se transforme en un cruento campo de batalla, en donde distintos grupos de intereses intentan imponer sus irrenunciables objetivos.  Es en este sentido que pudiera hablarse de una cancelación de la política; valido para ambos sectores en confrontación.  Mientras gruesos sectores del bloque opositor siguen planteando la lucha en términos maximalistas: el Maduro renuncia; el oficialismo, por su parte, va en acelerado camino de sustituir la actividad política por un Petro-dirigismo estatal (Karl, 1997), de talante autoritario. Este parece ser el marco dentro del cual debe leerse el quebrantamiento de la industria petrolera, con los ataques a la cual esta siendo sometida, especialmente por actores externos e internos, igualmente desde el gobierno hay una pareciera ultima embestida despiadada contra los núcleos de la economía privada en el país. El resultado de ambas posiciones fundamentalistas puede ser, insistimos, la cancelación de la política y su sustitución por un autoritarismo asentado sobre el carácter rentístico del Estado venezolano. Es elemental resaltar que esta tendencia se ve reforzada por el hecho de que el chavismo en diecinueve años de ejercicio gubernamental, ha privilegiado una visión instrumental del Estado; vale decir una agencia que puede ser conquistada y ocupada por el partido mayoritario, después de las elecciones y ser empleada como instrumento al servicio exclusivo de sus políticas. En este cuadro de precarias circunstancias que vive el país, importa relievar la vocación que profesan los venezolanos por los valores democráticos, que trasciende el juicio negativo que la población tiene sobre los partidos y el pésimo desempeño del aparato del Estado. Desdeñar esta tradición del comportamiento del venezolano, es una omisión teórica; sustituirla por una visión maniquea de la política, constituye un craso error de carácter estratégico. Las relaciones políticas, no deben ser estructuradas en términos del binomio amigo-enemigo. Pareciera en este contexto, que sólo el exterminio del “otro” proporcionaría salida al conflicto social y político en Venezuela. Amanera de conclusión, y para advertir a los partidos o los que aspiran a, serlo pudiéramos caracterizar la lógica imperante en la actual coyuntura política venezolana. Primero: se opero una reformulación de las fronteras políticas, que definieron el espacio democrático del país en la segunda mitad del siglo XX.  Segundo: los antiguos “marcadores” han sido sustituidos por una polarización que se expresa en bloques políticos mutuamente excluyentes. Tercero: cada vez es más reducido el ámbito para el despliegue de formas hegemónicas de la política.  Cuarto: esta situación de rigidez es propicia para el cultivo de salidas antidemocráticas de cualquier signo.  Quinto: lo fundamental en la coyuntura actual es asumir sin complejos un nuevo y serio esfuerzo por el dialogo que permita la restauración de la vialidad democrática de la sociedad venezolana. Desde luego, lo anteriormente narrado constituye una breve introducción a una temática harto compleja (relación cultura y política. (Es necesario darle continuidad en un trabajo más ambicioso). Finalmente se pudiera resumir brevemente lo que hemos señalado en lo siguiente: distintas modalidades de racionalismo han dominado el espacio público de la política venezolana.  En sus distintas versiones, romántica, liberal, democrática, revolucionaria con su debido correlato Marxista-Leninista. Esta lógica no ha podido articular efectivamente la dimensión de la cultura con la política. Esta desarticulación cuenta para decodificar las “razones” de la inestabilidad política venezolana a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX. Los opuestos abundancia/escasez aún están presentes en la construcción social de la realidad venezolana.  El Estado venezolano lo expresa en sus políticas. La naturaleza es percibida como abundancia a ser maximizada en términos de renta.  Esta lógica, a su vez, se encadena con una visión que privilegia elementos valorativos como solidaridad, igualdad e incentiva una relación paternalista hacia el ciudadano.  Igualmente, en la formulación de estas políticas prevalece una visión racionalista que califica de mágico-religiosa la conducta del venezolano. Se atribuye a esta circunstancia la responsabilidad por las dificultades que impiden el surgimiento de una razonable cultura cívica en el país. Es posible postular que el significante partidos políticos-democracia juega un papel central en las representaciones colectivas del venezolano. En tanto construcción simbólica, establece relación con múltiples referentes.  Por ejemplo, en la actual coyuntura política se ha formulado un proyecto político que intenta establecer equivalencias connotativas entre democracia, igualitarismo y solidaridad.  Sin embargo estos intentos supuestos se yevan a cabo en el marco de una visión colectivista, distributiva y maniqueamente con mando único, que divide el campo de lo político entre Honestos-patriotas-pobres vs. Corruptos-antipatriotas-ricos. Esta circunstancia impide que amplíen las posibilidades del discurso democrático. Se frustra de esta manera la posibilidad del discurso polifónico a uno cacofónico entre diversas voces.  En otras palabras, sustituir este discurso dicotómico que escinde el campo de lo político en dos bloques opuestos e irreconciliables, por uno de carácter expansivo que vertebre el mayor número de las diferencias existentes en el ámbito político democrático.

X Los partidos políticos y la consolidación de una democracia en Venezuela…

Esto ha de ser el resultado de articulaciones entre principios políticos (libertad, igualdad, justicia, participación, y demás). Es obligatorio imbricar su política con su cultura.  Esta relación no es fácil. Como ya lo hemos señalado las tradiciones populares son vistos por el racionalismo político y en el caso nuestro, yeno de tópicos marchitos, como obstáculos para la modernización. Sin embargo, el mundo rural, el sincretismo religioso, la diversidad indígena, el discurso popular, el mestizaje y otros, son fuerzas actuantes en el presente, que pueden proporcionar las creencias que las libertades políticas deben proteger.  Asimismo esta modalidad política se articularía al entreverado de tradiciones, costumbres y creencias que suministrarían singularidad a nuestro pueblo. En términos de “evolución” o actualización del que hacer político, puede decirse que esto supone que los “partidos” deben pasar por el camino de la autocrítica, de los que se empeñan en ser los actores principales del modelo democrático venezolano, aún se sienten predestinados para “salvar” a la nación, siguen sin dar muestra de rectificación, es obligatorio abrir paso a un profundo y paciente proceso de cambios estructurales en ellos, que los yeve a reconducir su acción con parámetros distintos, no adscriptivos, no clientelares; humanizados, eficientes, con organizaciones internas agiles y programáticos, con un profundo sentido ético, que se plantee el ejercicio del poder desde la perspectiva de una genuina cultura política democrática. Es inaplazable que los actuales cuadros de los partidos todos, reconozcan, que la sociedad los ha superado y que su concepción de la democracia ya no satisface las demandas de la mayoría, que desistan de repetir un discurso sostenido en estereotipos conductuales que inducen a la irresponsabilidad, colmado de temas manidos, que han contribuido a forjar y mantener a la base social del actual mandatario, con todo y los diecinueve años despropósitos. El desafío para la democracia eficaz o a la que anhelamos la mayoría de los venezolanos, es la inclusión social. Esto implica la reducción al mínimo de las asimetrías del poder. La inclusión es primordialmente un reto político, sin ella esta en juego la estabilidad de la Republica misma. La otra cara de la moneda que surge en este momento, es la exclusión generadora de violencia, que liquida toda posibilidad de convivencia y lacera nuestro sensible tejido social.  No existirá democracia sana sin justicia, sin amor, sin solidaridad, pero tampoco será posible sin tolerancia, sin respeto, sin derecho a los disensos, al pluralismo a las libertades; sin transparencia y sin rendición de cuentas, por que se regresa al camino fácil de las corrosivas y viejas practicas demagógicas, y a el reparto nefasto de cuotas de poder y de prebendas basadas en, no al esfuerzo, entrega, honestidad, profesionalismo al ejercer una función determinada, sino a la viciada vinculación con las redes del poder de turno, a la filiación partidista, al compadrazgo, y esto no apunta al interés del ciudadano, sino al sectarismo torpe de la distribución obscena del poder, en función de mezquinos intereses partidistas. Y para finalizar, hay que apostar desde la esperanza, por una convivencia dialogada, por quienes detentan la conducción del país, sin ella no puede ser construido un proyecto y sin convivencia pacifica no puede ser garantizada la viabilidad de la Republica. Por otro lado, hay que advertir a quienes apuestan por defender en modelo de partidos políticos, los mas creemos que son necesarios, que la condición posmoderna sospecha de los yamados grands récits que se quieren unitarios (Lyotard), siendo el ideal filosófico indudablemente uno de esos desautorizados grandes relatos, de manera que el prefijo “pos” que caracteriza el presente (posmoderno, posestructuralista, poshistórico, posnacional, postindustrial) incluye también una posteridad al ideal y su resignada renuncia sería el precio exigido por ser libres e inteligentes. Por último, se insiste en que la complejidad de las democracias avanzadas de carácter multicultural no se deja compendiar en un solo modelo humano, a lo que se añade que, por su parte, las ciencias se han especializado tanto que resulta iluso cualquier intento de síntesis unitaria. Los títulos de tres celebrados libros de Daniel Bell conformarían otros tantos eslóganes de la imposibilidad del ideal en el estado actual de la cultura: El fin de las ideologías, El advenimiento de la sociedad post-industrial y Las contradicciones culturales del capitalismo. La consciencia nos hace libres e inteligentes, pero ¿y después? Quien hoy hace alarde de su resignación suele recibir el aplauso general. ¡Qué lúcido!, se dice de ese pesimista satisfecho, como si su fatalismo fuera la última palabra sobre el asunto, merecedor de ese ¡archivado! con que Mynheer Peperkorn zanja las discusiones en La montaña mágica de Thomas Mann. Pero el propio Mann en su relato favorito, Tonio Kröger, alerta sobre los peligros de ese exceso de lucidez que conduce a las “náuseas del conocimiento”, como las que estragan el gusto de esos espíritus delicados que saben tanto de ópera que nunca disfrutan de una función, por buena que sea, porque siempre la encuentran detestable. La hipercrítica es paralizante seca las fuentes del entusiasmo y fosiliza aquellas fuerzas creadoras que nos elevan a lo mejor. Sólo el ideal promueve el progreso moral colectivo; sin él estamos condenados a conformarnos con el orden establecido. Preservar en la vida  la humildad y una cierta ingenuidad es lección de sabiduría porque permite sentir el ideal aun antes de definirlo.

“Pasa el tiempo y el segundero avanza decapitando esperanzas”.

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