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Víctor Maldonado: Lo perverso

Vivir en un sistema perverso no es lo mismo que definirlo. Cuando se vive, se aprecian sus resultados, por ejemplo, esa desazón que provoca el no saber a qué atenerse, el no poder confiar en nadie, y el temer la traición de todos los que nos rodean. No es bueno vivir así, dentro de una lógica en la que la fuerza lo determina todo, y los valores no son determinantes, o simplemente no existen. Un ejemplo de sistema perverso era la mafia de los cuarenta ladrones que relata el cuento de Alí Baba. ¿Qué congregaba a cuarenta personajes tan disímiles? La respuesta no era otra que el cuidar el botín, y tratar de conservar la parte que les correspondía. No había allí confianza, tampoco intención de trascender. Solamente garantizar el secreto del conjuro que permitía abrir y cerrar la cueva, y por supuesto, asegurar que nadie se llevara una porción de lo allí acumulado. En el transcurso, toda jugada era válida, todo crimen era justificado.

Esa es la esencia de la perversidad. Jorge Etkin (1993) lo muestra como el deterioro social que ocurre con el cambio arbitrario de valores, según las circunstancias y conveniencias de los actores sociales que actúan de forma egoísta o inmoral. No es tan fácil como la maldad frontal, pura y dura. En el caso de la perversidad, la táctica esencial es el disimulo de lo que se es realmente. Es el uso de la doble moral, el planteamiento sistemático del eufemismo y la inversión de los significados. Luis A. Herrera O (2015) plantea que la perversidad es un medio de dominación que usa el lenguaje dentro de “un proceso deliberado de intervención, deformación y manipulación del lenguaje común con pretensiones de control total… de las emociones, ideas, creencias y deseos de las personas…”.

Perverso es, por tanto, predicar una cosa y aplicar otra. Mantener un discurso que encubre actuaciones inconfesables, eso si, dentro de una lógica circular, o círculo vicioso, afincado en la mentira y en la impostura. La perversidad exhibe la moral de la hipocresía, donde se fomentan los ambientes de complicidad e impunidad, que facilita, por ejemplo, a los cuarenta ladrones hacer ver a los demás que son gente honorable y que su causa es justa. Perverso es, por ejemplo, decir que se está pensando en los más altos intereses del país, cuando en verdad el interés no va más allá de querer obtener una gobernación, y disfrutar de sus beneficios en términos de poder y renta. ¿Alguien lo puede decir así, de manera tan ramplona y simple? Nadie que lo diga, sobrevive. Entonces comienzan a operar procesos de racionalización y justificación para legitimar una decisión que no tiene demasiado fundamento en la moral convencional. No es lo que se espera de un político decente y, por lo tanto, no se dice lo que se piensa, y a la corta, tampoco se hace lo que se dice.

La mentira, que siempre tiene patas cortas, cuando se trata de política, se arrastra. Etkin sostiene que los sistemas perversos profundizan sus propias desviaciones, se perfeccionan en sus defectos, y son incapaces de tomar conciencia y de corregirse por si solos. Dicho de otra forma, pasan de mal a peor, y de peor a infame, de manera natural y sin mayores esfuerzos. En este contexto no hay forma de resolver la contradicción inmanente entre el orden de la acción y el orden moral. Entre el pensar, el decir y el hacer se provocan puntos de ruptura respecto de lo que se espera, aludiendo a los principios morales y la transparencia en las relaciones. La ruptura entre el pensar y el decir le abren el espacio a la hipocresía y a la mentira. Comprender cómo opera esta ruptura requeriría leer a Tartufo, esa invicta obra de Moliere, el hipócrita por excelencia, el falso devoto, que al final es descubierto en su malevolencia.

Si hay ruptura entre el decir y el hacer se aprecia el falso discurso.  Por ejemplo, las preguntas del 16J, redactadas por una conducción política, que luego se desentendió, decepcionando a todos los que esperaban acción contundente, o por lo menos, la instrumentación de un guión que permitiera acercar la meta de cambio que todos aspiran. Y si se trata del rompimiento entre el pensar y el hacer, nos encontramos con los actos irracionales, la insensatez, el jugar contra si mismo, el apostar a la ruina y al fracaso, es decir, los espacios propicios para la retórica y el doble discurso. Un maquiavelismo mal entendido, la lógica del necio que asume la desmemoria y la resignación de los demás.

Lo malo de la perversidad es que se practica desde el poder. Y, por lo tanto, no es de fácil disolución. Hay que esperar a que se desencadenen los acontecimientos, y se provoque el colapso. Vale la pena leer de nuevo La Tragedia de Ricardo III, de William Shakespeare, para comprender que con suerte, a pesar de la robustez de los sistemas perversos, el protagonista puede terminar en desventaja, abandonado a su suerte en un campo de batalla, desamparado por su montura, implorando al vacío y a la nada que por favor le concedan un caballo, que cambia su reino por un caballo.

 

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