Se dice que un ex secretario general de AD, Humberto Celli, amigo de Roberto Malaver, no alcanzó la candidatura por su afición al juego de caballos y tener de libro de cabecera una revista hípica. Cuando Nicolás Maduro salía de la primaria, ya el adeco Morel Rodríguez andaba jugando gallos por Macanao. Más atrás, el obispo de la Barcelona colonial vivía escapándose a Cumaná para apostar con los galleros de allá. Roma tuvo que intervenir. El vicario de Caracas, por disposición de 1799, ordenó quitarles los naipes a los frailes y prohibió tener gallos atados en las clausuras o fuera de ella.
Un amigo de infancia costeó su bachillerato vendiendo animalitos, una lotería que antecede a Juan Bimba y José Mapuey. Desde entonces, nunca dejó de funcionar en todos los pueblos, pública o clandestina. Soñar con pargo no daba pato, como creían los homófobos y por eso siempre perdían. La gente buscaba al animalito salidor en los sueños, la forma de las nubes, los dibujos del Gallo Pelón, la gorra de Pérez Jiménez o la pipa de Betancourt. Soñar con muerto daba zamuro. Igual que con los curas, no sé por qué.
Un poeta, Ernesto Luis, jugó su mujer Rosalinda “a la ley de un par de dados”. Aquiles Nazoa escribió una sabrosa crónica sobre la generación del 5 y 6. Su hermano Aníbal, en “La palabra de hoy”, nos da una clase etimológica de los términos “lotería”, “loto” y “quino”. Después del Caracazo y sus 3.000 muertos, para demostrar que el país había vuelto a la normalidad, el ministro de la Defensa, Del Valle Alliegro, convocó a una rueda de prensa para anunciar que el domingo habría carreras de caballo en La Rinconada. El 5 y 6 era el pulso de la patria.
Quienes ladran que por culpa de Maduro aparecieron los animalitos, además de ignorar nuestra lúdica y ludópata historia, son unos bichitos.