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Isabel Coixet: Corsé y cicatriz

Hay palabras que nunca se deberían traducir: “Empowering”, o sea, “empoderamiento”, es una de ellas. Cada vez que la escucho o la leo, no puedo evitar un involuntario estremecimiento de repulsión. Suena rematadamente mal. Suena como si a una manada de ocas con cabezas de mujer se les —nos— suministrara, a través de un embudo, una mescolanza de consignas de autoayuda, fanfarria y falsedad. Uno de los grandes misterios del éxito de la película Wonder Woman es la unanimidad con que se le ha calificado de obra maestra “empoderante”. Conste que me parece una película esplendorosamente dirigida y producida, y es estupendo que haya obtenido ese dineral en la taquilla y que por fin una película dirigida por una mujer, Patty Jenkins (la directora de Monster), le pase la mano por delante a los blockbusters del insufrible Zack Snyder.

Ojalá estas cifras de recaudación allanen el camino para que otras mujeres dirijan películas con presupuestos millonarios, aunque pondría la mano en el fuego a que solo allanarán el camino para producir más de lo mismo. Pero si hay que sacar conclusiones de este éxito, estamos donde estábamos. Una superheroína que vive en lo que parece un campamento de verano para mujeres megaempoderadas (salido directamente de un capítulo de la genial y llorada Futurama), poseedora de un cuerpo perfecto, con un corsé salido de un escaparate de L’agent Provocateur (aunque a la hora de saltar a las trincheras debe resultar sumamente incómodo), lista, buena, inocente y con un desconocimiento abismal de la historia contemporánea, decide parar la I Guerra Mundial porque se apiada (y enamora) de un espía aliado: un puro disparate que resulta verosímil y entretenido en las páginas de un cómic pero que en la pantalla deviene cansino, aunque ahora el superhéroe se sonroje al recibir cumplidos, califique de esclavas a las secretarias y presumiblemente tenga síndrome premenstrual.

Si el efecto que se quiere conseguir es que las niñas del mundo se sientan fortalecidas al ver a una mujer de rostro sin poros, que salta, grita, distribuye mamporros, destruye tanques, se convierte en flecha, látigo y pesadilla de malos estereotipados, seguramente se ha conseguido, al menos durante el tiempo que dura la digestión del barril de palomitas. ¿Y qué pasa después? ¿Cuando la niña, a la que le han regalado la Barbie wonder woman, crece y llega a la universidad y es la primera de su clase pero en el mercado laboral, antes que a ella, contratan a un hombre con la mitad de sus calificaciones? ¿Qué pasa cuando desde que tienes uso de razón te bombardean con imágenes de una perfección que solo se consigue gracias al misericordioso Photoshop y a la cirugía estética que tú te empeñas, porque te han criado para ser tu peor enemiga, en creer real? ¿Qué pasa cuando te tienes que pasar la mitad de tu vida explicándote, justificándote y disculpándote por haber nacido con ovarios?

Si de verdad queremos un mundo más humano y menos raro, dejémonos de empoderamientos y boludeces y contémosles a las niñas y a las mujeres que no se hayan enterado que las mujeres maravilla del mundo no tienen superpoderes ni corsés ni muslos de ensueño. Tienen estrías, ojeras, arrugas, lorzas. Limpian la mierda que dejamos en las habitaciones de hotel, investigan como pueden en los laboratorios, transportan barriles de agua durante kilómetros, son vendidas por sus familias, son asesinadas por sus parejas, curan, cuidan, miman, piensan, escriben, sufren, se emborrachan, cometen errores, son ninguneadas en absurdos informes seudocientíficos, meten la pata, lloran, bromean, se comportan a veces como hombres, a veces como niñas de siete años guillotinando a sus barbies wonder woman.

Son tontas, listas, divertidas, aburridas, solemnes, mezquinas, generosas, hilarantes.

Son profundamente imperfectas.

Solo quieren —queremos— justicia, respeto, igualdad y equidad, ante la ley y ante los que marcan los sueldos. Un lugar en la mesa del poder y las decisiones. Y, si puede ser, ya, ayer mismo.

El mejor momento de Wonder Woman es cuando al personaje de Doctor Poison, encarnada con brío por Elena Anaya, se le cae la máscara, y vemos la cicatriz que le cruza el rostro. Esa cicatriz es más maravillosa y empoderante o lo que sea que todos los corsés del mundo.

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