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El País / Editorial: Manos a la obra

Entre la recua de consecuencias negativas generadas por el disruptivo procés soberanista catalán descuella una positiva, aunque comparezca de rebote: acelerar la apertura de un procedimiento parlamentario para la reforma constitucional, reclamada sin éxito desde hace más de diez años y respaldada por EL PAÍS en más de una docena de editoriales.

No es que la reforma sea necesaria solo para diseñar un mejor encaje de Cataluña en España: aunque también convenga por esa razón, lo cierto es que la ley suprema de nuestra democracia debe actualizarse.

Debe hacerlo no porque haya sido un fracaso. Sino justo por lo contrario, porque ha resultado un éxito. Y como conviene prolongarlo, es preciso enmendarla sintonizándola mejor a los tiempos actuales. No olvidemos que en 1978 España no se había adherido a la Europa comunitaria; no existía Internet, ni apenas multinacionales españolas; la justicia iniciaba su andadura de independencia; la prensa libre apenas emergía de los corsés de la dictadura; la demanda de autonomía era creciente, pero circunscrita sobre todo a determinados territorios, y la sociedad española no era tan liberal y laica como actualmente.

La aceptación por el Gobierno del PP de iniciar ese proceso, empezando por la activación de la comisión parlamentaria de estudio propuesta por el PSOE, es pues una buena noticia. Puede ayudar a deshacer nudos que atascan la vida política.

Lo ideal sería poder optar por una reforma al máximo ambiciosa en sus objetivos —una reforma larga—, a la par que exigente en cuanto a obtener el máximo consenso político. A ser posible, similar al obtenido en 1978. Pero la exigencia del más amplio consenso no debe actuar como una prima que premie a quienes pretendan obstaculizar cualquier reforma.

Lo realista será pues combinar el grado de ambición suficiente con el nivel de consenso conseguible. Un buen punto de partida puede ser la reforma corta balizada en el informe del Consejo de Estado de febrero de 2006, solicitado por el Gobierno del entonces presidente Rodríguez Zapatero.

Así, las cuestiones básicas a retocar —sin erigirse en numerus clausus, pero sin expandir la flexibilidad temática hasta el infinito— deberían versar sobre la cuestión territorial, la reforma del Senado en un sentido federal, la mejor recepción del proceso de construcción europea y aspectos institucionales de la jefatura del Estado, como la supresión de la preferencia del varón a la mujer en el orden sucesorio.

A cambio de circunscribir la reforma a unos pocos asuntos urgentes (y al desbroce de hojarasca ya superada por el tiempo), se podrían facilitar los sucesivos cambios aligerando el mismo proceso agravado de reforma de la Constitución. Asuntos como el blindaje de los derechos sociales, el sistema electoral o la laicidad deberían concitar muy amplias mayorías: quizá la ocasión de reincorporar al sistema a fuerzas antisistema y/o centrífugas al mismo.

Es probable que antes de culminar la reforma deba encauzarse la cuestión catalana con un pacto, vía estatutaria, vía relectura parcial de la Ley Fundamental, o con una disposición adicional específica. Toda opción puede ser válida, y convendrá engarzarla armónicamente en la entera reforma de la Constitución. Manos a la obra.

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