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Rafael Del Naranco: Aquel tiempo de espanto aún vive

Otro turno de vida se ha ido con el año transitado y nosotros, en el fondo de los anhelos, seguimos siendo los mismos aunque un poco más curvados. Habrá sin duda evocaciones envejecidas en los pliegues de la piel que con sus altibajos, son  agradables en ciertas ocasiones y  menos en otras.

La levadura de la que estamos amasados es igual en cada uno de los humanos. Si alguien cree ciertamente que el pasado es historia extinta, está equivocado.

Estos días del año que comienza, solamente le pedimos al cielo protector que sea igual al que se ha ido. En medio de esa primera calma he podido ver en un CD en casa, tras varios años de su realización, la película “El último tren a Auschwitz”, una puesta al alimón entre la actriz y directora checa Dana Vávrová y Joseph Vilsmaer, realizador del filme “Stalingrado”.

Todo el filme es un sanguinario asesinato en masa pensado, delineado y ejecutado igual a una operación mercantil, en la que la mercancía eran seres humanos, y no fajos de lana, mantas, bidones o quintales de manzanas.

En 1943 -el año mismo en que hemos nacido- , los nazis rastreaban cada vivienda del barrio judío de Berlín para dar caza a sus últimos habitantes, “sin distinción de clases sociales, sexo o edad”, siendo llevados a la estación de Grunewald, encerrados en vagones y convertidos así en los últimos pasajeros sin billete de vuelta con destino al campo de Auschwitz.

El Séptimo Arte, un cajón de Pandora que abarca las causas más pérfidas  de la raza de las personas,  ha venido ofreciendo filmaciones del horror con matices de espanto, paletas ensangrentadas de la vileza a la que llegan, en nombre de la limpieza étnica, los gobiernos montaraces y totalitarios.

Hace meses, viendo en la misma  capital germana la proyección “La sombra del pasado”, relato de una superviviente del Holocausto que gana en una rifa un boleto para viajar a Cracovia en una reunión de víctimas y que tras mucho pensarlo,  reúne fuerza para volver a Auschwitz, nos dimos cuenta de cómo Alemania, aún hoy, sigue sufriendo a razón de su infausto pasado.

Bien recuerdo aquel día. Tras los grandes ventanales del Hotel Kempinski  el cielo era de un gris plomizo. Thomas, mi cicerone en la ciudad, vivió, siendo un niño, los años finales de la guerra. Él no supo de la “solución final” contra los mosaicos hasta mucho tiempo después ya que su padre le impedía  confraternizar con sus compañeros hebreos. Aún con ese impedimento tuvo  un amigo judío, “una persona sorprendente”. Se llamaba Leslie Goihman: “Rostro lleno de pecas y un pelo  color panocha”.

Un día su camarada de juegos no llegó a la escuela. Nunca más lo volvió a ver. Años después supo de su malaventura. La noche anterior a la desaparición, un camión de las SS se lo llevó a él, a su hermana  menor y los padres, a un campo de concentración. Fueron convertidos en humo.

Nuestro guía en Berlín, hoy jubilado, igual a uno de los personajes de Fred Uhlman en “El retorno”, intenta justificar aquella época fatalista y no puede: ella se adentró  en el fondo de su recuerdo cual una substancia paralela horripilante.

Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz, prisionero en el campo de concentración de Auschwitz y testigo de las muertes de sus familiares más cercanos, nos recuerda en su obra “El olvido” la oración de Elhanan, personaje central del relato:

“Dios de Auschwitz, comprende que debo acordarme de Auschwitz. Y que debo recordártelo. Dios de Treblinka, haz que la evocación de ese nombre continúe haciéndome temblar. Dios de Belzec, déjame llorar  sobre las víctimas de Belzec”.

El pasado se convierte en un santiamén cuando vemos el dramático éxodo de 400 mil rohingyas huyendo de su tierra a recuento de la limpieza étnica en Myanmar. En esa huida van quedando en los barrizales docenas de cadáveres. ¿Y los emigrantes que cada día se traga el mar Mediterráneo?

Una persona a la que conocí en Caracas y fue una bendición ser su amigo, Hillo Ostfeld, sobreviviente del Holocausto, dejó un testimonio que macera la conciencia y le hace expresar con la insondable angustia del desespero: “Hay experiencias tan lacerantes y extremas que nos producen heridas psíquicas y emocionales que  resultan imposibles de curar”.

Y añadía: “… si tuviera que cohabitar la vida nuevamente tal como la he vivido sabiendo que cada alegría, cada dolor, cada triunfo y cada derrota retornarían inexorablemente, mi respuesta siempre será un ¡No! Ya que no existe nada en este mundo capaz de compensar el horror y el dolor vivenciados entre los años 1941 y 1944 en Europa”.

Hay una frase de Fred Uhlman que estruja contra el aliento el drama de la inmolación de ayer y hoy mismo en diversos lugares de planeta: “No haber vivido nunca hubiera sido lo mejor”.

La vida es un don inapreciable, y aún así, ¡cuánto cuesta cruzar sus altos y largos promontorios!

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