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Víctor Maldonado: ¿Y si no nos creen?

Cuenta Primo Levi en su libro “Los hundidos y los salvados” que las víctimas de los campos de concentración tenían una pesadilla recurrente “que los acosaba durante las noches de prisión y que, aunque variara en detalles, era en esencia la misma: haber vuelto a casa, estar contando con apasionamiento y alivio los sufrimientos pasados a una persona querida, y no ser creídos, ni siquiera escuchados”. Todos temían que en algún momento triunfase la desmemoria, y que todo ese sufrimiento atroz pasara a ser una fábula sin autor específico, que tal vez no ocurrió en ninguna parte, en ninguna época, y que por lo tanto no afectó a nadie. Afortunadamente, dice el autor, no fie así, entre otras cosas porque “hasta la más perfecta de las organizaciones tiene algún defecto, y la Alemania de Hitler, sobre todo en los meses anteriores a su derrumbamiento, estaba lejos de ser una máquina perfecta”. Quisieron borrar las trazas de sus crímenes, pero no lo lograron.

La desmemoria es una apuesta de las tiranías. Lo hacen a partir de la imposición forzada de sus propias versiones, el uso intensivo de la propaganda, y la duda cínica de un sector de la población que se niega a ser parte de tanta barbarie, aunque de hecho, lo sea.  Por eso mismo, parte de la obligación política de cada ciudadano venezolano es narrar su tragedia personal, contar cómo la está soportando, y no dejar de imaginar la desvergonzada trama de traiciones, colaboraciones y conspiraciones que se cebaron con el país hasta casi llegar a destruir sus cimientos morales y las posibilidades institucionales para la restauración futura de la normalidad.

Hay que decir que todo esto comenzó como una ansiedad siempre insatisfecha, nunca resuelta, de militares venezolanos, algunas veces investidos del providencialismo ideológico como excusa para conspirar abiertamente contra la república. Y el pago creciente que, como ofrenda sacrificial, hacían los sucesivos gobiernos democráticos para apaciguar esa ferocidad. Al final dieron el golpe definitivo, implantaron el socialismo del siglo XXI, arruinaron el país, organizaron el saqueo de sus recursos hasta no dejar nada en pie, y se confabularon en una red de represión fundada en la corrupción institucionalizada y la delincuencia organizada. Esa fuerza aparente les hace pensar que nada ni nadie puede desalojarlos del poder. Su ansiedad se alimenta de una extraña propensión, propia de los venezolanos, que parecen estar siempre dispuestos a seguir como montonera incondicional al caudillo, al hombre primordial, al uniforme y a la cachucha, a la palabra fácil y al engaño recurrente. Somos adoradores perpetuos e incondicionales del arquetipo del “hombre fuerte”. Pero ellos no son otra cosa que los bárbaros a los que alude Ayn Rand como enemigos rabiosos de la libertad.

Hay que decir que transcurre entre nosotros una clase intelectual siempre anegada de confusión, inmersa en un irresponsable compadrazgo, practicante del clientelismo, y muy proclive a la mendicidad ideológica. Todos estos atributos, propios del particularismo cultural que nos agobia, y de un familismo amoral que solo es bueno para organizar mafias y contubernios, hace que estemos azotados por una reflexión espuria en donde lo único importante es apuntalar al amigo y disimular las sinrazones. Es por eso por lo que historiadores, novelistas, poetas, dramaturgos, analistas, encuestadores, artistas, comunicadores, cómicos y afines conspiran en clanes, y se hacen practicantes asiduos del error, que les hace acompañar, con aplausos fáciles y explicaciones falaces, cursos de acción desacertados que solo conducen a la decepción sobre los alcances liberadores del pensamiento. Esos son los hechiceros a los que alude Ayn Rand como enemigos rabiosos de la libertad.

Hay que decir que a la oferta abierta y descarada de la corrupción se han articulado falsos empresarios, expertos en negocios sucios, vendedores del fraude, patrocinadores del descalabro ajeno, mentirosos de oficio, especuladores de bonos basura y tutores del endeudamiento irresponsable. Son los que, en lugar de resolver la crisis eléctrica, se enriquecieron. Los que, en lugar de importar alimentos, prefirieron imponer el hambre y la desnutrición entre los sectores más vulnerables del país. Son los que, en lugar de importar las medicinas, optaron por ser los patrocinantes indiferentes de la muerte absurda entre enfermos que hubiesen podido curarse. Ayn Rand no dudaría en calificarlos como los saqueadores feroces de la libertad.

Hay que decir que los venezolanos pasaron a ser tan pobres que hurgan entre la basura para lamer los restos que escasamente dejan los otros. Que los niños pobres no pueden tomar leche porque sus madres hambrientas no la producen, y mucho menos pueden comprar la sustituta. Que tampoco usan pañales porque son extremadamente costosos. Que intentan sobrevivir sin vacunas, porque no existen. Y que los más grandes no pueden ir a la escuela porque el hambre que sienten no los deja estudiar. No es que el país no tenga recursos. El problema es que los administra indebidamente un gobierno incapaz y depredador.

Hay que decir que los padres están abandonando a sus hijos recién nacidos porque no consiguen como criarlos. Y que familias renuncian a sus mascotas porque no hay forma de alimentarlas. Que muchos ancianos han quedado solos y abandonados porque sus hijos salieron huyendo, o se los mataron en medio de una epidemia de violencia imparable. Hay que decir que decir que, en los últimos 18 años, los del régimen del socialismo del siglo XXI, se han sumado 307.920 víctimas de la violencia, que la impunidad ronda el 96%, y que se está incrementando notablemente la tasa se suicidios. No es que el país se haya vuelto aversivo. El problema es un gobierno que patrocina el caos, la disolución y la anomia.

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