Suelo acudir con poca asiduidad a las salas de cine y siempre si la película proyectada ofrece ramalazos de ternura o enaltece causas que nos hacen algo más humanos, ese atributo cada vez más inexcusable en unos tiempos de intimidación desatada y descosidos ramalazos con más técnica y menos valores.
Tampoco suele veo filmes en la televisión al ser el territorio aún menos apropiado para ello. Si alguna vez hice un esfuerzo y contemplé una película en esa caja negra, declaro que me he quedado profundamente adormilado. La televisión es un maravilloso somnífero, tanto, que desplazó al “Lexotanil”.
Aún con lo dicho sería un ser artificioso si no admitiera que alguna proyecciones nos ha dejado recuerdos imborrables. Podría nombrar tres docenas o acaso alguna más. Entre ella destacan “Casablanca”, “¡Qué verde era mi valle!”, “”De aquí a la eternidad”, “El doctor Zhivago”, “La vida es bella”, “Esplendor en la hierba” – interpretada por Natalie Wood, nuestro imperecedero amor cinematográfico – y “La gran belleza” pieza admirable de Paolo Sorrentino.
Con “Casablanca”, a pesar de los años transcurridos desde la primera vez, siempre la vuelvo a contemplar con la misma ilusión palpitante.
Un día lejano fui al encuentro de ese apasionamiento cinematográfica, y en la ciudad marroquí del mismo nombre lo único que hallé fue la niebla espesa y el bullicio del zoco moruno.
El la ciudad homónima el famosos “night club” no existía, ni en ninguna parte estaba Rick aún viéndolo con los ojos cerrados en cada bar inclinado sobre el mostrador en la alta madrugada: traje blanco, pajarita negra, mano izquierda agarrando un vaso, el cenicero repleto de colillas, mientras la vista se le iba al encuentro de una lejana querencia furtiva.
Salimos de la posguerra española intentando dejarnos el bigotillo y así parecernos a Clark Gable. Habíamos visto sacudida la vida y lo poco que teníamos se lo había llevado el vendaval de la crueldad. El hambre no, y aún así permanecía el cine. Después ni eso.
Creo recordar la primera vez que fui a ver “Lo que el viento se llevó” arrastrado por una joven rubia oxigenada de nombre de Amanda.
En ese tiempo lejano no me atraían los melodramas estridentes y los besos castos obsesionados con el cine de Pudovkin. Intenté durante la proyección llevar su mano a la suya. Tarea irrealizable.
Un día, con otra muchacha del barrio, cuando conseguí al fin acercar mis labios a los suyos, justo en el preciso momento en que una melodía inolvidable inundaba la pantalla y una tal Escarlata O ´Hara lanzaba un largo suspiro , a ella le entraron deseos de llorar.
Desde esa época creo haber aborrecido el cine pueril al no creen que en esas salas – nidal de los ensueños – eran el lugar originario para descubrir el amor esperanzado. Alcancé el primero fogonazo carnal en una pensión tras otra película “Hiroshima mon amour”. Duro cuatro días, al quinto, la madre de la criatura nos puso en la calle, no por cortejar a la manceba, sino por algo tan prosaico como no tener peculio para pagar la manutención.
Eso, y algunas otras emociones a flor de piel, formaron parte de nuestro propio “Cinema Paradiso”, una realidad anegada de ternura surgida de la esplendida obra fílmica de Giuseppe Tornatore.