Iván Duque acaba de asumir la presidencia en Colombia y se enfrenta al desafío de soldar los acuerdos de un proceso de paz que ha terminado por polarizar gravemente al país. La propia campaña electoral que lo condujo a la victoria estuvo trufada de descalificaciones y de violencia verbal entre los contendientes. Desde el mismo momento en que ganó, sin embargo, Duque prometió que gobernaría para todos y aseguró también que no iba a dinamitar los acuerdos alcanzados en La Habana. Ha hablado, eso sí, de corregir algunos de sus aspectos más polémicos, como el que se refiere a la justicia especial, que toca de manera más directa la sensibilidad de las víctimas de las FARC.
El camino no va a ser fácil, en buena medida porque su mentor, el expresidente Álvaro Uribe, convirtió la lucha contra el proceso de paz en su bandera. Duque no tendrá más remedio que alejarse de las posiciones más radicales. Le toca sanar las heridas y reconstruir la unidad de los colombianos en torno a un proyecto que los incluya a todos. También a aquellos que abandonaron las armas con la voluntad de dejar atrás medio siglo de inútil violencia.
Esa violencia no ha cesado del todo, y al nuevo Gobierno le toca combatir los conflictos que han surgido en las zonas donde la salida de la guerrilla dejó un vacío de poder y que ha permitido que prosperen mafias ligadas al narcotráfico o disidentes de las FARC que no renuncian a la lucha. La lacra de la droga sigue minando amplias zonas de Colombia y continúa activa la otra guerrilla, la del ELN. Son otros frentes que siguen abiertos.
Duque llega, en cualquier caso, con la bendición de los mercados y llevará el timón de una Colombia en pleno crecimiento. En sus manos está encontrar la fórmula para enfrentarse mejor al mal del que proceden todos los demás: la desigualdad. Y luego está el conflicto con Venezuela. Y la corrupción endémica. La tarea que tiene por delante es ingente.