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Noel Álvarez: Diferencias entre una dama y un buen diplomático

 

Escribo este artículo, con el debido respeto por mis innumerables amigos  diplomáticos, muy especialmente por mi buen amigo, Domingo Blanco, diplomático de carrera y compañero de Junta Directiva de GENTE, espero no incomodarlos con los conceptos vertidos en él. Decir “diplomáticamente” algo suele entenderse como decirlo de forma enrevesada. Dependiendo del contexto eso puede interpretarse como “dorar la píldora para no ofender, dar largas a alguien, o simplemente decir algo de manera ambigua para que no quede claro lo que se afirma”, asegura un experto en esta materia. En todo caso, en los últimos tiempos, el adjetivo “diplomático” ha sido satanizado injustamente.

La diplomacia es, para algunos entendidos, el arte de complicar las cosas y para ejemplificarlo, hay un chiste de salón, muy conocido en el mundo de las relaciones internacionales: ¿En qué se diferencia una dama de un diplomático? “En que cuando una dama dice no, significa tal vez, cuando dice tal vez, quiere decir que sí, pero si dice sí, es porque no es una dama; con el diplomático ocurre lo contrario: si dice que sí, en realidad esta diciendo tal vez, si dice tal vez, en verdad quiere decir que no, pero si dice que no, es porque no es un buen diplomático”.

Cuando se piensa en un buen diplomático, se asocia con una persona prudente, reservada y experta en no revelar mucho de lo que sabe. Jacques de Launay, historiador belga, quien trabajó activamente como diplomático al servicio de su país, durante la Segunda Guerra Mundial, opina que, si la diplomacia pretende conseguir ventajas para un país, “es imprescindible que cuente con el respaldo de una fuerza, de un instrumento coercitivo, cuya simple amenaza, por distante que sea y por muy disimulada que sea su mención durante las negociaciones, le dé credibilidad, prestigio y poder de convencimiento”.

Esta forma del ejercicio de la función diplomática es lo que se denomina «diplomacia coercitiva», fórmula empleada con profusión a lo largo de la historia, y que consiste en sentarse a una mesa de negociación apoyándose en una creíble capacidad militar, de modo que se ejerza la suficiente presión ante la contraparte para que esta modifique sus actitudes u objetivos. De esta forma reflexiona Jacques De Launay en su libro: La diplomacia secreta durante las dos guerras mundiales.

En este libro, Launay reconstruye cronológicamente los momentos cruciales de ambos conflictos, demostrando que a pesar de que la historia se ha encargado de negar y ocultar los pactos llevados a cabo en las dos guerras, es evidente que este tipo de estrategias fueron fundamentales para el desenlace de las mismas, pero también demuestra que “los estados siempre han mantenido relaciones diplomáticas fuera de los canales oficiales”.

En sus comienzos, las actividades diplomáticas fueron consideradas como un triunfo de la civilización porque los gobernantes obedecían y eran resultado del impulso humano de querer mejorar no solo sus actos, sino todo su entorno. Lamentablemente, en la decadencia de la moral  y de la ética, la diplomacia y la política se han convertido en herramientas de mentira, de hipocresía socialmente aceptada, tolerada y elogiada.

La historia humana refleja épocas o periodos de luz, en que la diplomacia y la política acompañaron el progreso de los pueblos con gobernantes justos y naciones con pléyades de patriotas que luchaban por engrandecer y dignificar las libertades de sus congéneres. En nuestra época, la era del desasosiego, el escritor portugués  Fernando Pessoa, dice que “nadie confía en nadie, vivimos bajo la ley del sálvese quien pueda. Es difícil creer en que la política sea el arte o ciencia de gobernar con Paz y Justicia o que la diplomacia sea atributo y virtud de espíritus liberados de sus defectos”.

Creo que es desde nuestro propio ser donde se inicia la labor por materializar lo noble y lo bello, para proyectarlo al mundo exterior, porque si nosotros mejoramos, también mejorará la humanidad, ya que, todos somos parte de ella. Para finalizar, cito al educador brasileño, Paulo Freire quien decía: “la  política y la diplomacia, no necesariamente son la ecuación de la mentira siempre odiosa y rastrera”.

 

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