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Rafael del Naranco: Los 60 años de la OEA

 

Nuestro continente americano, desde los hielos del norte a los del sur, se  viene  – por señalar una frase que exprese algo – buscándose así mismo  desde la época de Cristóbal Colón.  Y axiomático: aún no se ha encontrado del todo.

Un día de septiembre de 1815, en Kingston, Simón Bolívar vio más allá de la bruma levantada de una forma cuajada. Alzó la pluma, miró al Mar Caribe, bajó la cabeza y comenzó a escribir su “Carta  de Jamaica”. Allí hay un fragmento sorprendente:

“… Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Nuevo Mundo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión debería por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América…”.

Eso no lo desanimó,  y el 7 de diciembre de 1824 desde Lima, subrayó una nueva epístola a los gobiernos de las repúblicas de Colombia, México, Río de la Plata, Chile y Guatemala, pidiendo la convocatoria del Congreso de Panamá. Había nacido el primer segmento de la OEA, y aunque los avatares de la Historia  – sus hombres, sus caprichos, sus ambiciones – acabaron con aquel sueño, nadie pone hoy en duda que la semilla de la Organización  de Estados Americanos nació en la mente siempre esperanza del Libertador.

Un escritor, periodista y político uruguayo, José Enrique Rodó, auto de “Ariel”, un libro que aún tiene vigencia, subrayó a principios del  siglo pasado un concepto sobre la unidad de América que también seria muy necesario recordar:

“América tiende desde sus orígenes, por el pensamiento consciente de sus emancipadores, de los fundadores de los pueblos que la constituyen, a formar una confederación de naciones. Esta confederación de naciones será primero una confederación moral, una armonía de intereses, de sentimientos, de ideas. Será, algún día muy lejano, una gran unidad política, como lo soñara el Libertador Bolívar, cuando pensaba que en el Istmo de Panamá, que une las dos mitades del continente americano, se reuniría algún día el congreso anfictiónico que mantendría con lazos perdurables la unidad de los pueblos del nuevo mundo.”

¿Nos estamos acercando a esos esperanzados sueños, a esos anhelos de grandeza moral? Lamentablemente existen tropiezos  y un largo trecho por recorrer.

La Organización de Estados Americanos (OEA) que cumple 60 años,  ha sido una creciente idea basada sobre la unidad del hemisferio, que como toda tarea humana ha tenido sus altibajos. Hubo un tiempo en que todo acto, acción o compostura,  era decidida exclusivamente por los Estados Unidos y sus países acólitos (un grupito), con lo cual el espíritu cooperativo, libre, que debería imperar,  no se mantuvo.

En los últimos tiempos, bien es reconocerlo, eso ha cambiado en gran medida y aunque Washington  sigue siendo el gran gurú de toda reunión, ya existe un variado libre albedrío, con excepción de un contenido: Cuba, Nicaragua y Venezuela.

La isla sigue siendo la gran ausente de las reuniones de la OEA, aunque su presencia invisible, pero real, se pasea sobre la cabeza de todos los cancilleres igual a  la sombra de una pesadumbre que pocos desean enfrentar con intrepidez política.

En el continente  han desaparecido  hirientes dictaduras militares y los falsos nacionalismos, aunque perduran las desigualdades sociales. Una pobreza casi extrema, el narcotráfico, la corrupción y falta de educación. A la par,   los derechos humanos en algunos  países no están firmemente consolidados.

Sin duda ha sido numeroso lo que se ha conseguido, pero, aún falta más. Es innegable: se avanzó,  se han roto numerosas amarras y la OEA está  cada año más consolidada.

¿Es una seducción?  Quizás, aunque siempre será  mejor valorar lo bueno que concurre en la Organización, ya que su labor lo requiere el continente de nuestros anhelos.

 

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