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Juan Luis Cebrián: La democracia y el descalabro de las instituciones

 

¿Sobrevivirá la democracia a las redes sociales? Tomo la interrogante de una conferencia del expresidente de Chile Ricardo Lagos pronunciada hace meses en la Academia de la Lengua de su país. Aunque no se ponen en duda los beneficios de Internet y su carácter inicialmente democrático, muchos creen que la democracia está amenazada por las nuevas tecnologías debido a que su propia estructura responde a la del mundo analógico y el tsunami digital ha de llevársela por delante, como a tantas otras cosas. La sociedad en red circula además a una velocidad vertiginosa, que se ha de multiplicar exponencialmente cuando la computación cuántica comience a utilizarse fuera de los laboratorios. Los ritmos, esquemas y normas de comportamiento en Internet casan mal con los hábitos reflexivos y deliberativos de la Ilustración, cuyos principios inspiran la democracia. Y aunque la Red sea la consecuencia de una construcción lógica, sus efectos se incrustan en el universo de los sentimientos. De modo que la verdad se ve combatida por la posverdad; las noticias, por los hechos alternativos, y el razonamiento, por la expresión de las emociones.

Vistas así las cosas, parece desde luego que las redes son una amenaza para la democracia representativa. A esa conclusión quizás llegaran algunos senadores americanos después de oír las declaraciones de Mark Zuckerberg ante la comisión que investigaba las fugas masivas de datos propiedad de millones de clientes de su compañía; y también The New York Times, que, tras una espectacular cobertura de periodismo de investigación, concluyó la semana pasada que Facebook es una estructura incapaz de autorregularse, de modo que alguien ajeno a la organización tendrá que hacerlo. La cuestión es cómo.

Pero mientras quien quiera que sea encuentra la piedra filosofal que resuelva el caso, conviene no perder de vista que, amenazas digitales aparte, la democracia está a punto de perecer en varios países por culpa de la democracia misma: su corrupción, el deterioro de sus instituciones, la mediocridad de sus líderes, el cortoplacismo impuesto por los objetivos electorales y el creciente menosprecio de los derechos y libertades individuales como clave de arco del sistema en beneficio de los llamados derechos colectivos. La democracia liberal no sobrevivirá si quienes gobiernan persisten en tratar a sus administrados como miembros de una tribu antes que como ciudadanos.

Muchas de estas enfermedades, por no decir todas ellas, aquejan también al proceso político español, aunque no sean una característica peculiar del mismo, pues se han extendido por el mundo como auténtica pandemia. La acusación que los movimientos populistas hacen constantemente al sistema es que el principio básico de la democracia ha sido vulnerado. “No nos representan” fue la pancarta que presidió la acampada en la Puerta del Sol de Madrid el 15-M y los intentos de asalto al Congreso que todavía perduran. Dije en su día que el análisis de quienes luego integrarían la cúpula autoritaria de Podemos era acertado, pero no las soluciones propuestas, mezcla de utopías regresivas, estética revolucionaria y buenismo. No han cambiado mucho las cosas desde entonces.

La única respuesta posible a la crisis de representación que padecemos es regresar a los orígenes. Igual que los problemas de Europa demandan para resolverse más Europa, según los líderes más respetados del continente han declarado tantas veces, aunque luego no hayan hecho nada al respecto, lo que la democracia necesita para sanar su descalabro es más democracia. Hablamos de un sistema no tan complejo en su diseño, aunque algo más en su funcionamiento. Se trata de garantizar igualdad de derechos entre los ciudadanos, sin discriminación de sexo, etnia religión o ideología; elecciones periódicas con votaciones libres y secretas; separación de los tres poderes clásicos que tallara en piedra Montesquieu, y rendición periódica de cuentas. Para ello es perentoria la formación de una opinión pública informada, hoy manipulada por las redes sociales, y garantizar el ejercicio permanente de la libertad individual. Por último, si queremos que la máquina funcione hay que dotarla de los mecanismos adecuados, capaces de resistir la erosión del tiempo y los embates de los nuevos luditas ideológicos. Hablamos de las instituciones. En nuestro caso, prácticamente todas las que emanan de la Constitución de 1978 han sido víctimas de severos destrozos.

La última que ha entrado en ese estado lamentable, sin que al parecer nadie vaya a ponerle remedio, es el Consejo General del Poder Judicial, íntimamente ligado en la persona de su presidente al ya vapuleado Tribunal Supremo. Comprendo el desasosiego que a tantos ha producido el ver a la ministra de Justicia y al exresponsable de los mismos quehaceres en el Gabinete anterior darse la mano tras pactar el nombramiento de quien presidirá dichos órganos judiciales, antes siquiera de que el Parlamento designara a los integrantes del Consejo que han de elegirle. Resalta, además, la segura convicción de que los diputados de los partidos de los negociadores votarán las propuestas al respecto, y respetarán la obediencia debida, pese a no estar vinculados por mandato imperativo alguno. Romper la disciplina de voto en el Congreso no se hace nunca, salvo por motivos de conciencia. Está claro que la conciencia de los señores y señoras diputados no se ve afectada por minucias como la independencia judicial. No estoy seguro de que estas prácticas vulneren la letra de la Constitución, aunque así me lo parece, pero estoy convencido de que no son acordes a su espíritu. Por lo demás, me consta personalmente la independencia como fiscal y magistrado de Manuel Marchena, que ha de ocupar ambos cargos, pero por eso es más de lamentar lo sucedido. Las cualidades de un buen juez han sido mancilladas, al menos en apariencia, por la irrupción del poder político. Y la apariencia, en el caso de la justicia, es una categoría a tener en cuenta.

Recuperar el prestigio perdido de las instituciones es tarea urgente que compete no solo al Gobierno, sino a todo el arco político. Sus responsables deben saber además que existen otro tipo de organismos, sustentados por la sociedad civil, sin los que es imposible igualmente que la democracia sobreviva. Me refiero a las Universidades, las Academias, los medios de comunicación, las confesiones religiosas, las ONG y, por supuesto, las uniones sindicales y muchas empresas. Sus integrantes forman un entramado colosal a la hora de sustentar el régimen en su conjunto, pero rara vez el poder se aviene a reconocerles ese papel, salvo que lo trufen de prácticas clientelistas y muchas veces corruptas. Hay demasiados ejemplos de intervención abusiva en el funcionamiento de dichas instituciones, especialmente cuando son beneficiarias de subvenciones, ayudas o beneficios fiscales. Ese entramado de la sociedad civil es crucial para el funcionamiento del sistema y en ocasiones, como la del procés en Cataluña, ha sabido reaccionar con más presteza y acierto que la burocracia del Gobierno. Por lo mismo, si queremos que las redes sociales no acaben con la democracia es preciso incorporarlas a ese armazón, y dotar a las nuevas instituciones del mundo digital de una auténtica ética civil. Algo que no parece comprender muy bien el presidente de Facebook.

 

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