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Jesús Alberto Castillo: El fascismo social

 

Nadie puede negar que el siglo XXI  trajera consigo una profunda crisis política que obliga a mirarnos desde una nueva perspectiva. La democracia, elemento clave de la convivencia social y política, se ha limitado a un discurso que se repite a cada rato, pero su práctica no ha sido fácil llevarla a la práctica ante diversos intereses hegemónicos que siguen subyacentes en el planeta. Uno de los graves errores de la cultura actual es supeditar todo el peso del destino de una nación hacia una figura política, independientemente del discurso o proyecto político que predique. El endiosamiento a la persona ha desplazado los conceptos de racionalidad y contracto social que son necesarios en una determinada civilización que aspira avanzar hacia mejores niveles de desarrollo integral.

Diversos regímenes, en nombre de la libertad y el protagonismo popular, han impuesto un “telón de acero”- tal como lo aseveró Winston Churchill-  para reproducir y consolidar su hegemonía en los diversos estamentos del Estado. El concepto de participación popular se ha distorsionado en una práctica de vandalismo y anarquía con miras a socavar los cimientos institucionales que le dieron sentido a la democracia como paradigma político. Esa descomposición social les ha permitido a los detentores del poder político justificar la suspensión de garantías constitucionales para apalancar su artillería represiva e imponer el control político a sus anchas. Es una especie de ignominia social    que, al ocasionar un caos interno, reproduce simultáneamente los dispositivos de poder de los grupos dominantes, más allá del ideario político que profese (socialismo, comunismo, socialdemocracia, anarquismo, entre otros).

Esta nueva configuración es la que Boaventura De Sousa Santos, en su libro “Derecho y emancipación” (2012), denomina “Fascismo Social”. El autor advierte que no se trata de un retorno del fascismo de los años treinta y cuarenta del pasado siglo, sino más bien de un régimen social y civilizatorio donde la democracia se trivializa desde la propia sociedad, mientras el Estado se vuelve complaciente, porque lo estimula simuladamente. Por ejemplo, los grupos sociales vulnerables se sienten, a través del fuerte proceso de ideologización, que son tomados en cuenta y como forma vengativa trascienden los espacios de la tolerancia política. Se creen con todo el derecho de transgredir los patrones de convivencia política y asaltan todos los espacios públicos, bajo el manto protector de un Estado que se hace cada vez más hegemónico y que, en la práctica, solo beneficia a la élite que gobierna.

Santos analiza cuidadosamente cada dimensión de este “fascismo social” y lo define como “un régimen caracterizado por las relaciones sociales y las experiencias de vida bajo relaciones de poder e intercambios extremadamente desiguales, que se dirigen a formas de exclusión particularmente severas y potencialmente irreversibles” (2012:88). Esta precisión del autor nos permite entender que dichas relaciones de exclusión social se dan al interior de las naciones y entre países. Es un esquema de prevalencia ideológica, más que de ejercicio gubernamental, donde lo más importante es el control de la gente en torno a un proyecto político y económico. Cada país va a tener una modalidad de fascismo social, dependiendo de sus características socio-culturales, entretejiendo una práctica social que se expande en latitudes amplias y sigue hablando de una visión esperanzadora para el planeta.

Por otro lado, el autor distingue cuatro clases básicas de fascismo social: a) apartheid social, la segregación de los excluidos mediante ciudades divididas entre zonas salvajes y zonas civilizadas; b) contractual, discrepancia de poder entre las partes mediante un contrato civil donde la parte vulnerable acepta las condiciones de la más fuerte; c) de la inseguridad, la manipulación discrecional del sentido de la inseguridad de las personas y grupos sociales vulnerables debido a la precariedad del trabajo o elementos desestabilizadores y d) financiero, el control de los mercados financieros y su economía; este último tipo de fascismo es el más cruel porque responde a las decisiones de inversiones o activos esparcidos por el mundo con el deseo de maximizar las ganancias, dentro de una racionalidad esencialmente capitalista.

Al visualizar esta variada tipología del fascismo social expuesta por Boaventura De Sousa Santos, es pertinente resaltar que el referido fenómeno intenta simular la participación popular, las libertades públicas y el desarrollo de una cultura protagónica, pero es estimulada desde los centros de poder del Estado para crear un cuadro de hegemonía y tutela en nombre de la humanidad. De esta manera arrincona al sujeto y a los grupos sociales a una condena permanente, donde aniquila sus potencialidades creadoras para no visualizar su promisorio futuro. Ese fascismo social es mucho más sofisticado que el empleado por Hitler en su III Reich. Desde nuestro punto de vista, arroja su utopía discursiva en el entramado social, pero no es más que una enredada telaraña que atrapa el pensamiento y praxis del sujeto.

Igualmente, adquiere inusitadas prácticas sociales que atraen al más embelesado inocente para llevarlo a ejercer acciones que, sorprendentemente, desdeñan su condición humana. En términos concretos, el fascismo social paraliza el pensamiento crítico de los individuos en esa interacción cotidiana para crearle un fanatismo exacerbado que puede llevar más que a la exclusión, a la propia liquidación de la civilización humana. Desde el punto de vista financiero, este fascismo promueve grandes flujos de capitales que pueden alcanzar dimensiones insospechadas hasta cruzarse con actividades ilícitas, cuyas prácticas suelen ser tan frecuentes y donde salen beneficiadas las élites políticas dominantes y grupos paraestatales.

Todo esto nos lleva a recordar al filósofo y estadista irlándes Edmund Burke, en Reflexiones sobre la revolución de Francia (1790), que las buenas intenciones no siempre traen resultados positivos. Debemos mirarnos en el espejo, a propósito de vivir momentos tormentosos y opresivos, para fomentar la pedagogía política, ilustrar con las luces del entendimiento a los sectores mucho más vulnerables y emprender acciones sociales que derrumben esos muros del fascismo social. Tenemos que poner en práctica las palabras de Baruch Spinoza “el fin del Estado, digo, no es convertir en bestias o en autómatas a seres dotados de razón, sino hacer que sus mentes y sus cuerpos puedan ejercer sus funciones con seguridad, y ellos puedan servirse de la libre razón y no luchen los unos contra los otros con odio, ira o engaño, ni que tampoco se dejen llevar por sentimientos inicuos”. ¡Que así sea en nombre de la civilidad!