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Pedro R. García: ¿Está paralizado el país por una especie miedo de cerval?…

 

“Decimos que el fundamento del escepticismo es la esperanza (elpída) de conservar la serenidad del espíritu (ataraxia). En efecto, los hombres mejor nacidos, angustiados por las confusiones existentes en las cosas y dudando con cuál hay que estar más de acuerdo, dieron en investigar qué es la verdad en las cosas y qué la falsedad, “Como si por la solución de estas cuestiones se mantuviera la serenidad del espíritu”  (Esbozos pirrónicos Libro de Sexto Empírico, PH I, 12)

“Mis ojos han visto la gloria de la yegada del Señor:  Está pisoteando la vendimia en la cual se guardan las uvas de la ira; Había liberado el nefasto rayo de su terrible espada: Su verdad sigue adelante”. (John Steinbeck  Las uvas de la ira).

Unas acotación necesaria…

Es miedo esa diabólica entidad. La historia nos enseña que cuando la sociedad vive desesperanzada y con temor al mañana, está predispuesta a apoyar políticas que le ofrezcan seguridad, por ilusoria que esta sea. El proteccionismo y el nacionalismo exacerbado de los años treinta tuvo ese origen. Este temor me ha hecho recordar un momento histórico que guardando las distancias tiene similitudes con el actual: la toma de posesión del presidente de Franklin D. Roosevelt, el 4 de marzo de 1933, en medio de la Gran Depresión. En ese discurso afirmó que “a lo único que hay que temer es al miedo”. El miedo al que se refería Roosevelt era el de los Gobiernos a cambiar las políticas que habían agudizado los efectos de la crisis financiera de 1929, provocando paro masivo y desesperanza (vale la pena releer Las uvas de la ira, de John Steinbeck). En ese discurso Roosevelt rompió con las políticas ortodoxas de los años anteriores y puso las piezas de un New Deal, un nuevo pacto social que salvó a la economía y la democracia norteamericana. Todos hemos oído anécdotas de cobardes que se transformaron en luchadores intrépidos cuando se vieron enfrentados a un “peligro real”, cuando el desastre que habían estado esperando día tras día, pero que en vano habían tratado de imaginar, les sacudió finalmente. El miedo es más temible cuando es difuso, disperso, poco claro; cuando flota libre, sin vínculos, sin anclas, sin hogar ni causas nítidas; cuando nos ronda sin ton ni son; cuando la amenaza que deberíamos temer puede ser percibida en todas partes, pero resulta imposible de ver en ningún lugar concreto. “Miedo” es el nombre que damos a nuestra perplejidad: a nuestra ignorancia con respecto a la amenaza y a lo que hay que hacer a lo que puede y no puede hacerse para detenerla en seco, o para combatirla si atajarla es algo que está ya más allá de nuestro alcance. La experiencia de la vida en la Europa del siglo XVI  el momento y el lugar en el que estaba a punto de dar comienzo nuestra era moderna fue escuetamente resumida por Lucien Febvre uno de los más importantes historiadores franceses, en sólo cuatro célebres palabras: “Peur toujours, peur partout” (“miedo siempre, miedo en todas partes”). Febvre vinculó esa omnipresencia del temor a la oscuridad, que empezaba al otro lado de la puerta de la choza y envolvía el mundo existente más allá de la vaya de la granja. En la oscuridad, todo puede suceder, pero no hay modo de saber qué pasará a continuación. La oscuridad no es la causa del peligro, pero sí el hábitat natural de la incertidumbre y, por tanto, del miedo. La modernidad tenía que ser el gran salto adelante: el que nos alejaría del miedo y nos aproximaría a un mundo libre de la ciega e impermeable fatalidad (esa gran incubadora de temores). Como bien reflexionaba Víctor Hugo, hablando con añoranza y elogiosamente sobre la ocasión: impulsada por la ciencia (“la tribuna política se trasformará en científica”), una nueva era vendrá que supondrá el fin de las sorpresas, las calamidades, las catástrofes, pero también de las disputas, las falsas ilusiones, los parasitismos,.. en otras palabras, una época sin ninguno de los ingredientes típicos de los miedos. La que iba a ser una ruta de escapatoria acabaría convirtiéndose, sin embargo, en un largo rodeo. Transcurridos cinco siglos, como espectadores que observamos desde el extremo del presente  una dilatada fosa de esperanzas truncadas, el veredicto de Febvre suena de nuevo sorprendentemente oportuno y actual. Los nuestros vuelven a ser tiempos de miedos. El miedo es un sentimiento que conocen todas las criaturas vivas. Los seres humanos  comparten esa experiencia con los animales.

Hugues Lagrange sobre el “miedo derivativo”

Los estudiosos del comportamiento de estos últimos tiempos han descrito con gran lujo de detalles el abundante repertorio de respuestas que manifiestan ante la presencia inmediata de una amenaza que ponga en peligro su vida, y que, como en el caso de los humanos cuando se enfrentan a una amenaza, oscilan básicamente entre las opciones alternativas de la huida y la agresión. Pero igualmente conocen, además, un sentimiento adicional: una especie de temor de “segundo grado”, un miedo por así decirlo “reciclado” social y culturalmente, o (como lo denominó la investigadora Hugues Lagrange en su estudio fundamental sobre el miedo) un “miedo derivativo” que orienta su conducta (tras haber modificado su percepción del mundo y las expectativas que guían su elección de comportamientos) tanto si hay una amenaza inmediatamente presente como si no podemos considerar ese miedo secundario como el sedimento de una experiencia pasada de confrontación directa con la amenaza: un sedimento que sobrevive a aquel encuentro y que se convierte en un factor importante de conformación de la conducta de las personas aun cuando ya no exista amenaza directa alguna para la vida o la integridad de las misma. El “miedo derivativo” es un fotograma fijo de la mente que podemos describir (mejor que de ningún otro modo) como el sentimiento de ser susceptible al peligro: una sensación de inseguridad (el mundo está yeno de peligros que pueden caer sobre nosotros y materializarse en cualquier momento sin apenas mediar aviso) y desde nuestra vulnerabilidad (si el peligro nos ataca, habrá pocas o nulas posibilidades de escapar a él o de hacerle frente con una defensa efectiva; la suposición de nuestra vulnerabilidad frente a los peligros no depende tanto del volumen o la naturaleza de las amenazas reales como de la ausencia de confianza en las defensas disponibles). Una persona que haya interiorizado semejante visión del mundo, en la que se incluyen la inseguridad y la vulnerabilidad, recurrirá de forma rutinaria (incluso en ausencia de una amenaza auténtica) a respuestas propias de un encuentro cara a cara con el peligro; el “miedo derivativo” adquiere así capacidad autopropulsora. Se ha ilustrado extensamente, por ejemplo, que el opinar que” “el mundo exterior” es un lugar peligroso que conviene evitar, es frecuente entre personas que rara vez (o nunca) salen por la noche, momento en el que los peligros parecen volverse más aterradores. Y no hay modo de saber si esas personas evitan salir de casa por la sensación de peligro que les invade o si tienen miedo de los peligros implícitos que acechan en la oscuridad de la calle, en el exterior, porque, al faltarles la práctica, han perdido la capacidad (generadora de confianza) de afrontar la presencia de una amenaza, o porque, careciendo de experiencias personales directas de amenaza, tienden a dejar volar su imaginación, ya de por si afectada por el miedo. Los peligros que se temen (y, por tanto, también los miedos derivativos que aquéllos despiertan) pueden ser de tres clases. Los hay que amenazan el cuerpo y las propiedades de la persona. Otros tienen una naturaleza más general y amenazan la duración y la fiabilidad del orden social del que depende la seguridad del medio de vida (los ingresos, el empleo) o la estabilidad (en el caso de invalidez o de vejez). Y luego están aquellos riesgos que amenazan el lugar de la persona en el mundo: su posición en la escala social, su identidad (de clase, de género, étnica, religiosa) y, en líneas generales, su inmunidad a la degradación y la exclusión social. Profusos estudios muestran, sin embargo, que el “miedo derivativo” es fácilmente “disociado” en la conciencia de quienes lo padecen de los peligros que lo causan. Las personas en las que el miedo derivativo infunde el sentimiento de la inseguridad y la vulnerabilidad pueden interpretar el mismo en relación con cualquiera de los tres tipos de peligro mencionados, con independencia de (y, a menudo, en claro desafío a) las pruebas de las contribuciones y la responsabilidad relativas de cada uno de ellos. Las reacciones defensivas o agresivas resultantes destinadas a atenuar el temor pueden ser entonces separadas de los peligros realmente responsables de la presunción de inseguridad. nuestros lugares de trabajo y nuestros cuerpos por medio de desastres diversos (desastres naturales, aunque no del todo; naturales y humanos a la vez, aunque diferentes tanto de los primeros como de los segundos). Una zona de la que se ha hecho cargo algún aprendiz de brujo excesivamente ambicioso, también desafortunado y propenso a los accidentes y las calamidades, o un genio malicioso al que alguien ha dejado salir imprudentemente de la botella. Una zona en la que las redes de energía se averían, los pozos petrolíferos se secan, caen las Bolsas, desaparecen empresas poderosas y, junto a ellas, decenas y decenas de     servicios que solíamos dar por sentados y miles y miles de puestos de trabajo que solíamos creer estables; una zona en la que grandes aviones comerciales se estrellan con sus mil y un dispositivos de seguridad arrastrando en su caída a centenares de pasajeros, en la que los caprichos del mercado desposeen de todo valor a los bienes más preciosos y codiciados, y en la que se cuecen (¿o, quizá, se maquinan?) toda clase de catástrofes imaginables e inimaginables, listas para arrollar tanto a los prudentes como a los imprudentes. Día tras día, nos damos cuenta de que e! inventario de peligros de! que disponemos dista mucho de ser completo: nuevos peligros se descubren y se anuncian casi a diario y no se sabe cuántos más (y de qué clase) habrán logrado eludir nuestra atención (¡y la de los expertos’) y se preparan ahora para golpearnos sin avisar. No obstante, como bien apunta Craig Brown en su crónica de la década de 1990, escrita con el inimitable ingenio que le caracteriza: por todas partes se podía apreciar un auge de “alertas globales”. Cada día, había nuevas alertas globales acerca de virus asesinos, ondas asesinas, drogas asesinas, icebergs asesinos, carne asesina, vacunas asesinas, asesinos y otras posibles causas de muerte inminente. Nosotros en el país pugnamos con nuestro original (Leviatán del filósofo político inglés Thomas Hobbes. de poder descomunal (“Nadie hay tan osado que lo despierte… De su grandeza tienen temor los fuertes… No hay sobre la Tierra quien se le parezca, animal hecho exento de temor. Menosprecia toda cosa alta; es rey sobre todos los soberbios”) tal vez reedición de lo profundizado  por el filosofo ingles, “Con su mirada sombría y realista, Leviatán se ha convertido en uno de los textos más importantes para entender la política occidental. Escrito en un tiempo convulso, durante la guerra civil inglesa, expone con crudeza la naturaleza del ser humano: egoísta, competitiva y siempre temerosa del mayor de los males, la muerte violenta”.

Las alertas globales

Al principio, aquellas alertas globales generaban alarma, pero, con el paso del tiempo, la gente empezó a disfrutar con ellas Así es. Saber que este mundo en e! que vivimos es temible no significa que vivamos atemorizados al menos, no las veinticuatro hora del día y los siete días de la semana o Disponemos de suficientes tretas astutas (siempre que nos sirvamos para ellas de toda clase de “fábulas” ingeniosos que amablemente nos proporcionarán en los comercios) que pueden ayudarnos a evitar tan aviesa eventualidad. Podemos yegar incluso a disfrutar con esas “alertas globales”. A fin de cuentas, vivir en un mundo moderno  del que se sabe que sólo admite una única certeza (la de que mañana no puede ser, no debe ser y no será como es hoy) supone un ensayo diario de desaparición, disipación, borrado y muerte, lo que, indirectamente, significa también, por tanto, un ensayo del carácter “no definitivo” de la muerte, de resurrecciones recurrentes y reencarnaciones perpetuas… Como todas las demás formas de convivencia humana, nuestra sociedad moderna es un artefacto que trata de hacernos yevadero el vivir con miedo. Dicho de otro modo, es un artefacto que pretende reprimir el horror al peligro (con el potencia! de desactivación e incapacitación que éste conyeva), a silenciar los temores derivados de los peligros que no pueden (o, en aras del mantenimiento del orden social, no deben) ser eficazmente prevenidos. Como en el caso de otros muchos sentimientos angustiosos y potencialmente perturbadores del orden, esta necesaria labor es yevada a cabo, según explica el sociólogo noruego, Thomas Mathiesen, por medio de un “silenciamiento silencioso”, es decir, de un proceso “que, en vez de ruidoso, es cayado; que es oculto en vez de abierto; que, en vez de apreciarse, pasa inadvertido; que, en vez de verse, pasa sin ser notado; que en vez de físico, es no físico”. El “silenciamiento silencioso” es estructural; forma parte de nuestra vida cotidiana; no tiene límites y está, por tanto, grabado en nosotros; no hace ruido y, por tanto, pasa inadvertido, y es dinámico en el sentido de que se difunde por nuestra sociedad y abarca cada vez más parte de ella. El carácter estructural del silenciamiento “disculpa” a los representantes del Estado de toda responsabilidad por el mismo; su carácter cotidiano lo hace “ineludible” desde el punto de vista de quienes son silenciados; su carácter ilimitado lo hace especialmente eficaz en lo que respecta al individuo; su carácter sigiloso propiamente dicho lo vuelve más fácil de legitimar, y su carácter dinámico lo convierte en un mecanismo de silenciamiento para empezar, y como ocurre con todo lo demás en la vida moderna, la muerte se convierte en algo temporal que sólo está vigente “hasta nuevo aviso”. Dura lo que tarda en producirse el regreso de una nueva celebridad a la que hacía tiempo que no se recordaba o de una canción que había sido famosa mucho tiempo atrás y a la que ya habíamos perdido la pista, o lo que tarda en producirse el aniversario en números redondos de algún escritor o de algún pintor largamente olvidados y “excavados” para la ocasión, o la yegada de una nueva moda “retro”. A medida que las mordeduras se van haciendo habituales, dejan de ser mortales (o de sentirse como tales). Cualquier desaparición (de producirse) será, con un poco de suerte, tan revocable como tantas otras han demostrado serlo con anterioridad. Por otra parte, son muchos más los golpes que siguen anunciándose como inminentes que los que yegan finalmente a golpear, por lo que siempre esperamos que el que se anuncia en ese momento nos pase de largo. ¿Acaso conocemos a alguien cuyo ordenador haya quedado inservible por culpa del siniestro “efecto 2000”? ¿Con cuántas personas nos hemos encontrado que hayan caído enfermas víctimas de los ácaros? ¿Cuántos de nuestros amigos han muerto del mal de las vacas locas? ¿Cuántos de nuestros conocidos han enfermado o han sufrido alguna discapacidad por culpa de los alimentos transgénicos? ¿Quién entre nuestros vecinos y amistades ha sido agredido y mutilado por los traicioneros y siniestros “solicitantes de asilo, antes ahora somos migrantes “? Los pánicos vienen y van, y por espantosos que sean, siempre es posible presuponer con toda seguridad que compartirán la suerte de todos los demás. . La vida l fluye o se desliza lenta y pesadamente de un desafío a otro y de un episodio a otro, y el hábito familiar a todos esos desafíos y episodios es el de su tendencia a ser efímeros. Lo mismo se puede asumir con respecto a la esperanza de vida de los miedos que actualmente se apoderan de nuestras expectativas. Más aún: son muchos los miedos que entran en nuestra vida acompañados de los remedios de los que a menudo oímos hablar antes de que hayamos tenido tiempo de asustarnos de los males que esos remedios prometen solucionar.

Catherine Bennett.  El peligro del “efecto 2000”…

El peligro del “efecto 2000” no fue la única noticia aterradora que nos dieron las mismas empresas que ya se habían ofrecido de antemano a inmunizar nuestros ordenadores por un precio razonable. Catherine Bennett, por ejemplo, puso al descubierto ese complot. Lo que evidenció el fenómeno del yamado “efecto 2000” y lo que Bennett descubrió en el caso de aquel producto cosmético milagroso que desafiaba nuestros temores podrían considerarse casos de una misma pauta seguida por un número infinito de otros ejemplos. La economía de consumo depende de la producción de consumidores y los consumidores que hay que producir para el consumo de productos “contra el miedo” tienen que estar atemorizados y asustados, al tiempo que esperanzados de que los peligros que tanto temen puedan ser forzados a retirarse y de que ellos mismos sean capaces de obligarlos a tal cosa (con ayuda pagada de su bolsillo, claro está).Esta vida nuestra ha resultado ser distinta de la vida que los sabios de la Ilustración y sus herederos y discípulos imaginaron y se propusieron planificar. En aquella nueva vida que esbozaron y decidieron crear, preveían que dominar los miedos y embridar las amenazas que los ocasionaban seria una meta que, una vez alcanzada, duraría para siempre. Sin embargo, en el escenario de la modernidad , la lucha contra los temores ha acabado convirtiéndose en una tarea para toda la vida, mientras que los peligros desencadenantes de esos miedos, aun cuando no se crea que ninguno de ellos sea intratable, han pasado a considerarse compañeros permanentes e inseparables de la vida. Esta vida nuestra no está bajo ningún concepto libre de peligros y amenazas. La vida es, hoy por hoy, una batalla prolongada e imposible de ganar contra el efecto potencialmente incapacirante de los temores y contra los peligros genuinos o putativos que nos hacen tener miedo. La forma idónea de verla es como una búsqueda continua (y ensayos perpetuos) de tretas y reaventuremos a tomarla. Lo más habitual, sin embargo, es que esa variación de nuestro foco de atención de los peligros a los riesgos sea un simple subterfugio, un intento de evadir el problema más que un salvoconducto para superarlo.

Milan Kundera en Les testaments trabis…

Como explicaba Milan Kundera en Les testaments trabis; el escenario de nuestras vidas está envuelto en una niebla que no en la oscuridad total en la que no vemos nada ni somos capaces de movernos: “en la niebla se es libre, pero es la libertad de alguien que está entre tinieblas”, podemos ver hasta treinta o cincuenta metros más allá de donde nos encontramos, podemos admirar la belleza de los árboles que flanquean la carretera que vamos recorriendo, advertir la presencia de los transeúntes y reaccionar a sus movimientos, evitar chocar con otras personas y sortear la roca o la zanja que surge de pronto en nuestro trayecto, pero apenas alcanzamos a divisar el cruce 7. Milan Kundera, (Les tcstamcnts trahis, Callimard. 1990 Itrad. Cast)

Nosotros implosión,  o estallido…

Implosión, que no explosión, totalmente distinta en cuanto a forma de aquella en la que tendieron a formularse y expresarse los temores del “desmoronamiento del orden civilizado” (recelos que habían acompañado a nuestros antepasados, al menos, desde el momento en que Hobbes proclamó con estas palabras “Bellum omnium contra omnes”, (1588-1679), la “naturaleza humana” era una “lucha de todos contra todos”, una disputa en la que todos somos lobos de nosotros mismos (homo hominis lupus. En Louisiana no había revolucionarios ni hubo batayas cayejeras ni barricadas en las cayes de Nueva Orleans; nadie se rebeló contra e! orden establecido y, que se sepa, lo sucedido no es en absoluto atribuible a la obra de una red clandestina que planificase ese ataque al sistema legal y de orden público vigente y vinculante en aquel momento. (Por ejemplo el Foro de San Paulo). La expresión “colapso de la ley y e! orden” no relata correctamente lo allí acontecido ni da cuenta por completo de su mensaje. La ley y el orden se disiparon sin más, como si nunca hubieran existido. De pronto, los hábitos y las rutinas aprendidas que guiaban el 90% o más de las actividades de la vida cotidiana perdieron todo su sentido un sentido que, normalmente, nos resulta demasiado evidente como para dedicarle reflexión adicional alguna. Los supuestos tácitos se desafianzaron de golpe. Las secuencias acostumbradas de “causa y efecto” se rompieron. Lo que yamamos “normalidad” durante los días laborables o “civilidad”  durante las ocasiones festivas ha demostrado ser, literalmente, frágil como e! papel. Las aguas el torrente calo, empasto y arrastro los restos de ese papel en endonde terminamos viendo los visto, por increíble que ésta pueda resultar. Se ha vuelto a escenificar el Apocalypse Now (una expresión que, en sí misma, desafía nuestra idea misma de probabilidad). No en un cine ni en un teatro, ni en la imaginación, sino en las céntricas calles de una de las principales ciudades estadounidenses. “No en Bagdad ni en Ruanda, sino aquí”: así fue como Dan Barry, informando desde una ciudad en la que lo imposible había revelado la posibilidad que ocultaba en su interior, recalcaba lo novedoso de aquella producción.” El Apocalipsis no se había producido esa vez en la lejana selva tropical de Vietnam, donde se había localizado el escenario del Apocalypse Now original, ni en las oscuras costas del más sombrío de los continente ¿Recóndito? Sí, pero nunca a mayor distancia que la de una capa superficial de separación. La civilización es vulnerable; siempre está a  una sola conmoción del infierno. Como supo expresar conmovedoramente Stephen Graham, “somos cada vez más dependientes de sistemas complejos y distanciados para el sustento de la vida” y, debido a ello, hasta “las pequeñas perturbaciones y discapacidades pueden tener enormes efectos en cascada sobre la vida social, económica y medioambiental “, sobre todo en las ciudades, donde la mayoría de nosotros vivimos la mayor parte de nuestra vida, y que son lugares “sumamente vulnerables a los trastornos externos”. “Hoy, más que nunca, las caídas en el funcionamiento de las redes de infraestructuras urbanas despiertan pánicos y temores de interrupción y desmoronamiento del funcionamiento del orden social urbano” O, según Martin Pawley “el miedo a una alteración masiva de los servicios urbano” es hoy en día “endémico entre la población de todas las grandes ciudades”… En nosotros es parte de nuestra vida cotidiana dixit Maracaibo. Y sin necesidad de una gran catástrofe, puesto que un pequeños accidentes han  bastado para poner en marcha semejante “alteración masiva”. Las catástrofes y estayidos suelen yegar sin avisar: no habrá trompetas como en Jericó que adviertan la catástrofe.

“En el país pasa el tiempo y el segundero avanza decapitando esperanzas”…

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