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El origen histórico del adulterio, escrito de Voltaire

 

No debemos esta palabra a los griegos, sino a los romanos. Adulterio significa, en latín, alteración, adulteración, una cosa puesta en lugar de otra; llaves falsas, contratos y signos falsos, adulterio. Por eso el que se metía en lecho ajeno fue llamado adúltero, como la llave falsa que abre la puerta de la casa de otro.

Por redaccionnyl

Por eso llamaron por antífrasis coccyx, cuclillo, al pobre marido en cuya casa y cama pone los huevos un hombre extraño. Plinio el naturalista dice 1: «Coccixova subi in nidis alienis; ita plerique alienas uxores faciunt matres». «El cuclillo deposita sus huevos en el nido de otros pájaros; de este modo muchos romanos hacen madres a las mujeres de sus amigos.» La comparación no es muy exacta, porque aunque se compara al cuclillo con el cornudo, siguiendo las reglas gramaticales, el cornudo debía ser el amante y no el esposo.

Algunos doctos sostienen que debemos a los griegos el emblema de los cuernos, porque los griegos designan con la denominación de macho cabrío al esposo de la mujer que es lasciva como una cabra. Efectivamente, los griegos llaman a los bastardos hijos de cabra.

La gente de educación, que no usa nunca términos depresivos, no pronuncia jamás la palabra adulterio. No dice nunca: la duquesa de tal comete adulterio con fulano de cual; sino: la marquesa A tiene trato ilícito con el conde de B. Cuando las señoras comunican a sus amigos o a sus amigas sus adulterios, sólo dicen: «Confieso que le tengo afición». Antiguamente declaraban que le apreciaban mucho; pero desde que una mujer del pueblo declaró a su confesor que apreciaba a un consejero, y el confesor le preguntó: «¿Cuántas veces le habéis apreciado?», las damas de calidad no aprecian a nadie… ni van a confesarse.

Las mujeres de Lacedemonia no conocieron ni la confesión, ni el adulterio. Verdad es que Menelao probó lo que Elena era capaz de hacer; pero licurgo puso orden allí, consiguiendo que las mujeres fuesen comunes cuando los maridos querían prestarlas y cuando las mujeres lo consentían. Cada uno puede disponer de lo que le pertenece. En casos tales, el marido no podía temer el peligro de estar alimentando en su casa a un hijo de otro. Allí todos los hijos pertenecían a la república y no a una familia determina- da, y así no se perjudicaba a nadie. El adulterio es un mal, porque es un robo; pero no puede decirse que se roba lo que nos dan. Un marido de aquella época rogaba con frecuencia a un hombre joven, bien formado y robusto, que cohabitara con su mujer. Plutarco ha conservado hasta nuestros días la canción que cantaban los lacedemonios cuando Acrotatus iba a acostarse con la mujer de su amigo.

«Id, gentil Acrotatus, satisfaced bien a Kelidonida. Dad bravos ciudadanos a Esparta 1»

Los lacedemonios tenían, pues, razón para decir que el adulterio era imposible entre ellos. No sucede lo mismo en las naciones modernas, en las que todas las leyes están fundadas sobre lo tuyo y lo mío.

Una de las cosas más desagradables del adulterio entre nosotros es que la mujer se burla con su amante algunas veces del marido. En la clase baja sucede con frecuencia que la mujer roba al marido para dar al amante, y las querellas matrimoniales arrastran a los cónyuges a cometer crueles excesos.

La mayor injusticia y el mayor daño del adulterio consiste en dar a un pobre hombre hijos de otros, y cargándole con un peso que no debía llevar. Por ese medio, razas de héroes han llegado a ser bastardas. Las mujeres de los Astolfos y de los Jocondas, por la depravación del gusto y por la debilidad de un momento, han tenido hijos de un enano contrahecho o de un lacayo sin talento, y de esto se resienten los hijos en cuerpo y alma. Insignificantes micos han heredado los más famosos nombres en algunos países de Europa, y conservan en el salón de su palacio los retratos de sus falsos antepasados, de seis pies de estatura, hermosos, bien formados, llevando un espadón que la raza moderna apenas podría sostener con las dos manos.

En algunas provincias de Europa las jóvenes solteras hacen el amor; pero cuando se casan se convierten en esposas prudentes y útiles; todo lo contrario sucede en Francia; encierran en conventos a las jóvenes y se les da una educación ridícula. Para consolarlas, sus madres les imbuyen la idea de que serán libres cuando se casen. Apenas viven un año con su esposo, desean conocer a fondo el valor de sus propios atractivos. La joven casada sólo vive, se pasea y va a los espectáculos con otras mujeres que le enseñan lo que desea saber. Si no tiene amante como sus amigas, está como avergonzada y no se atreve a presentarse en público.

Los orientales tienen costumbres muy contrarias a las nuestras. Les presentan jóvenes, garantizando que son doncellas; se casan con ellas y las tienen siempre encerradas por precaución. Nos dan lástima las mujeres de Turquía, de Persia y de las Indias, pero son mucho más dichosas en sus serrallos que las jóvenes francesas en sus conventos.

Entre nosotros sucede algunas veces que un marido, disgustado de su mujer, no queriendo formarle proceso criminal por adulterio, se satisface con separarse de ella de cuerpo y bienes. A propósito de esto, insertaremos una Memoria escrita por un hombre honrado que se encontró en situación semejante. Nuestros lectores decidirán si son o no son justas sus quejas.

Memoria de un magistrado (escrita en el año 1764). Un magistrado de una ciudad de Francia tuvo la desgracia de casarse con una mujer a quien sedujo un sacerdote antes de su casamiento y que luego dio varios escándalos públicos. Tuvo la paciencia de separarse de ella amistosamente. El magistrado era un hombre de cuarenta años, vigoroso, de rostro agraciado; necesitaba mujer, pero era demasiado escrupuloso para seducir a la esposa de otro hombre, y le repugnaba el trato ilícito con una mujer galante, o liarse con una viuda. Encontrándose en la incertidumbre de esta situación, dirigió a la iglesia de su culto las siguientes quejas:

«Mi esposa es criminal, pero el castigado soy yo. Una mujer es necesaria para el consuelo de mi vida y para que yo persevere en la virtud, y la secta a que estoy afiliado me la niega, prohibiéndome casarme con una mujer honrada. Las leyes civiles actuales, cimentadas por desgracia en el derecho canónico, me privan de los derechos de la humanidad. La Iglesia me pone en el caso de procurarme placeres que ella reprueba, o resarcimientos vergonzosos que ella condena. Me impulsa a ser criminal.

»Examino todos los pueblos del mundo, y no encuentro uno solo, exceptuando el pueblo católico romano, en los que el divorcio y un segundo casamiento no sean de derecho natural. ¿Qué trastorno del orden hace, pues, que en los países católicos sea una virtud consentir el adulterio, y un deber carecer de mujer, cuando la propia nos ultrajó indignamente? ¿Por qué un lazo podrido es indisoluble, a pesar de que dice la ley de nuestro código: «Quidquid ligatur dissolubile est» (lo que se liga es disoluble). Se me permite la separación de cuerpo y de bienes y no se me permite el divorcio. La ley puede quitarme mi mujer, y sin embargo me deja un algo que se llama sacramento: no gozo ya del matrimonio, y sin embargo estoy casado. ¡Qué contradicción y qué esclavitud!

»Lo más extraño es que esa ley de la Iglesia católica romana contradice directamente las palabras que esa misma Iglesia cree que pronunció Jesucristo: «Todo el que despida a su mujer, excepto por adulterio, peca si toma otra» 1.

»No me ocuparé en examinar si los pontífices de Roma han tenido derecho para violar a su capricho la ley de su Señor; ni del hecho de que cuando un Estado necesita tener un heredero es lícito repudiar a la que no puede darlo. No trataré tampoco de averiguar si una mujer turbulenta, demente, homicida o envenenadora debe repudiarse lo mismo que una adúltera. Me concretaré únicamente a ocuparme del triste estado en que me encuentro sumido. Dios permite que me vuelva a casar y el obispo de Roma no me lo permite.

»El divorcio estuvo en uso en los pueblos católicos durante el reinado de todos los emperadores, y lo estuvo también en todos los Estados que se desmembraron del imperio romano. Los reyes de Francia, que llamamos de la primera raza, casi todos repudiaron a sus mujeres para tomar otras. Pero ascendió al solio pontificio Gregorio IX, enemigo de los emperadores y de los reyes, y por medio de un decreto fue ley para toda Europa, y cuando los reyes quisieron repudiar a una mujer adúltera, pudiendo hacerlo según la ley de Jesucristo, tuvieron, para conseguirlo, que valerse de pretextos ridículos. Luis el Joven se vio obligado, para divorciarse de Eleonora de Crineune, a alegar un parentesco que no existía. Enrique IV, para repudiar a Margarita de Valois, pretextó una causa más falsa todavía: la falta de consentimiento. Era preciso mentir para divorciarse legalmente.

«Un soberano puede abdicar la corona, ¿y sin permiso del Papa no podrá abdicar su mujer? ¿Es comprensible que hombres ilustrados consientan tan absurda esclavitud?

«Convengo en que los sacerdotes y los frailes renuncien a las mujeres. Cometen un atentado contra la población, y es una desgracia para ellos; pero merecen esa desgracia, porque ellos mismos se la proporcionan. Son víctimas de los papas, que los han convertido en esclavos, en soldados sin familia y sin patria, que viven únicamente para la Iglesia; pero yo, que soy magistrado, que sirvo al Estado todo el día, necesito una mujer por la noche; y la Iglesia no está facultada para privarme de un bien que Dios me concede. Los apóstoles estaban casados, Josef también, y yo quiero estarlo. Soy alsaciano, y sin embargo dependo de un sacerdote que vive en Roma. Si ese sacerdote posee el bárbaro poder de privar- se de una mujer, que me convierta en eunuco y cantaré el miserere en su capilla en clase de tiple.»

Memoria para las mujeres. La equidad exige que, habiendo insertado la precedente Memoria en favor de los maridos, pleiteemos ahora en favor de las mujeres casadas, publicando las quejas que presentó a la junta de Portugal la condesa de Alcira. He aquí la sustancia de ellas:

«El Evangelio prohíbe el adulterio a mi marido, lo mismo que a mí; y será condenado como yo. Cuando cometió con- migo veinte infidelidades, cuando dio mi collar a una de mis rivales y mis pendientes a otra, no pedí a los jueces que le raparan el cabello, que le encerraran en un claustro, ni que me entregaran sus bienes. y yo, por haberle imitado un sola vez, por haber hecho con el hombre más hermoso de Lisboa lo que hace impunemente todos los días con las perdidas de más baja estofa de la corte y de la ciudad, tengo que sentarme en el banquillo de los acusados, ante jueces que todos ellos se arrodillarían a mis pies si estuvieran conmigo dentro de mi gabinete. Y es preciso también que en la Audiencia me corten la cabellera, que llama la atención de todo el mundo; que luego me encierren en un convento de monjas, que no tienen sentido común; que me priven de mi dote y de mis contratos matrimoniales; que entreguen todos mis bienes a mi fatuo marido, para que le ayuden a seducir a otras mujeres y cometer otros adulterios. Pregunto si esto es justo, y si no parece que sean los cornudos los que han promulgado las leyes.

»Me quejo con razón; pero responden a mis quejas que debo considerarme feliz, porque no me han apedreado en las puertas de la ciudad los canónigos, los feligreses de la parroquia y todo el pueblo. Eso es lo que se hacía en la primera nación del mundo, en la nación predilecta y querida de Dios, la única que tuvo razón cuando las demás se equivocaban.

»Pero yo respondo a esos bárbaros que cuando presentaron la mujer adúltera ante el que promulgó la antigua y la nueva ley, éste no consintió que la apedrearan. Por el contrario, les echó en cara su injusticia y les satirizó escribiendo en la arena con el dedo el antiguo proverbio hebraico: «El que de vosotros esté sin pecado, que arroje la primera piedra», y entonces se retiraron todos, y los viejos con mayor velocidad, porque como tenían más años, habían cometido más adulterios.

»Los doctores en derecho canónico me replican que la historia de la mujer adúltera sólo se refiere en el Evangelio de San Juan y se insertó en él algún tiempo después. Leontins y Maldonat aseguran que esa historia no se encuentra en ninguno de los antiguos ejemplares griegos, y que no hablan de ella ninguno de los veintitrés primeros comentaristas. Orígenes, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, Teofilacto y Nonuns no la conocen, ni se encuentra en la Biblia siríaca, ni en la versión de Ulfilas. Esto dicen los abogados de mi marido, que además de cortarme el pelo, quisieran que me apedreasen.

»Pero los abogados que me defienden aseguran que Ammonius, autor del siglo III, reconoce por verdadera esta historia, y que si San Jerónimo la rechaza en algunas partes, la acepta en otras; en una palabra, que se tiene por auténtica en la actualidad. Salgo del tribunal, busco a mi marido y le digo: «Si no habéis cometido ningún pecado, cortad me el pelo, encerrad me en un claustro y apoderaos de mis bienes; pero si habéis cometido más pecados que yo, a mí me corresponde raparos, encerraros en un convento y apoderarme de vuestra fortuna. La justicia debe ser igual para los dos». Mi marido me replica que es mi superior, mi jefe, que tiene una pulgada más de estatura, que es velludo como un oso y que, por consecuencia, se lo debo todo a él y él no me debe nada a mí.

»Pero yo pregunto ahora: ¿Cómo la reina Ana de Inglaterra es superior a su marido? ¿Cómo su marido el príncipe de Dinamarca le obedece ciegamente? Si no lo hiciera así le trataría el Tribunal de los Pares, caso de que cometiera con ella alguna infidelidad. Es, pues, evidente que si las mujeres no hacen castigar a los hombres, es porque son menos fuertes que ellos.»

Para juzgar con justicia un proceso de adulterio, sería preciso que fuesen jueces doce hombres y doce mujeres, y un hermafrodita que tuviera voto preponderante en caso de empate.

Pero hay casos singulares en los que no caben las dudas y no nos es lícito juzgar. Uno de esos casos es la aventura que refiere San Agustín en su sermón sobre la predicación de Jesucristo en la montaña.

Septimius Acyndius, procónsul de Siria, mandó prender en Antioquia a un cristiano porque no pagó al fisco una libra de oro con que le multaron, y le amenazó con la muerte si no pagaba. Un hombre rico de aquel país prometió dar dos marcos a la mujer del desgraciado si consentía en satisfacer sus deseos.

La mujer fue a contárselo a su marido, y éste rogó que le salvara la vida, aunque tuviera que renunciar a los derechos que tenía sobre ella. La mujer obedeció a su marido; pero el hombre rico, en vez de entregarle los dos marcos de oro, la engañó entregándole un saco lleno de tierra. El marido no puede pagar al fisco y no le queda más remedio que morir. En cuanto el procónsul se entera de la infamia, paga de su propio bolsillo al fisco los dos marcos de oro y manda que entreguen a los esposos cristianos el dominio del campo de donde se sacó la tierra para llenar el saco que el hombre rico entregó a la mujer.

En este caso se ve que la esposa, en vez de ultrajar a su marido, fue dócil a su voluntad. No sólo le obedeció, sino que le salvó la vida. San Agustín no se atreve a decir si es culpable o virtuosa, teme condenarla sin razón. Lo singular es que Bayle, en este caso, pretenda ser más severo que San Agustín 1 . Condena decididamente a la pobre mujer.

En cuanto a la educación contradictoria que damos a nuestras hijas, añadamos una palabra. Las educamos infundiéndoles el deseo inmoderado de agradar, para lo que les damos lecciones. La naturaleza por sí sola lo haría, si nosotros no lo hiciésemos; pero al instinto de la naturaleza añadimos los refinamientos del arte. Cuando están acostumbradas a nuestras enseñanzas las castigamos si practican el arte que de nosotros han aprendido. ¿Qué opinión nos merecía el maestro de baile que estuviera enseñando a un discípulo durante diez años y pasado ese tiempo quisiera romperle las piernas por encontrarle bailando con otro? ¿No podríamos añadir este artículo al de las contradicciones?

Voltaire