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Manuel Taibo: ¿Qué será de nosotros?

 

Todos los perfeccionamientos del mundo (Nietzsche sabía eso bien) se deben al gesto de uno que para arrancar la atormentante pregunta que se alza en su pecho, la arroja a los demás, convirtiendo de ese modo la inquietud de la Humanidad.

Dondequiera que la fuerza no es reconocida, ya sea como medio, como arma, como derecho o como presunta institución divina y con el pretexto de defender naciones, religiones, razas, propiedad; dondequiera que haya una institución humana que se subleve contra el derramiento de sangre, la autorización del crimen de las guerras o el considerar una victoria militar como sentencia de Dios (volviendo a la ley medieval del más fuerte), en cualquier parte, todavía hoy, todo revolucionaria halla, en su oposición, una fuerza afirmativa. En todas partes en que una conciencia independiente acepte el fraternal sentimiento de humanidad como razón decisiva, en vez de las rígidas y frías fórmulas del imperialismo o la dominantes influencia del estado o de una administración de justicia oxidada y esquematizada, debe atribuirse a EE.UU., que desconoció absolutamente todo derecho del estado sobre el espíritu y que hizo un llamamiento humano a los hombres para que en toda caso juzguen “con el corazón”.

Marx, ha dicho Ya: “La propiedad es la raíz de todo mal, de todos los dolores, y siempre hay peligro de choques entre los que gozan de superabundancia y los que nada tienen”. Pues para sostenerse, la propiedad ha de estar permanentemente a la defensiva. La fuerza es necesaria para conquistar la propiedad, para aumentarla y para defenderla; así que es la propiedad de la que crea el Estado para su defensa y para su afirmación. Por otra parte, las formas del poder; el ejército, la Justicia, todo el sistema de fuerza, sirven sólo para proteger la propiedad, y quien reconoce el Estado y se encaja dentro de su organización, ha de acatar este sistema de fuerza. Sin adivinarlo, hasta los espíritus independientes en apariencia, los modernos hombres de espíritu, sirven tan sólo en el Estado para la protección de la propiedad de algunos pocos, y hasta la Iglesia de Cristo, que en su verdadera significación era abolicionista del Estado, se aparta con falsas doctrinas de sus deberes más propios, bendice las armas, argumenta a favor de la injusticia social que existe en el mundo, y, por eso, se anquilosa en puras formulas, en un hábito, en un convencionalismo.

El socialismo pretende curar lo incurable; los revolucionarios son los únicos que, conociendo la constitución de la sociedad, quieren destruir todo el orden social, pero ellos, por su parte, necesitan irremediablemente los mismos medios de fuerza homicidas de sus adversarios y, por ello, continúan eternizando la justicia, ya que dejan incólume el principio de sus enemigos, es más, les santifican la fuerza.

Según esos principios anarquistas, es falsa y está podrida la base del Estado y, con ella, todo nuestro orden social. El Estado descansa sobre la base del poder, de la fuerza, que no se apoya en la fraternidad; por eso, está condenado infaliblemente a derrumbarse y todos los remiendos sociales o liberales sólo sirven para prolongar su agonía.

Lo que hay que variar no es precisamente las relaciones entre el pueblo y el gobierno, sino que hay que cambiar al hombre en sí: en vez del poder del estado, lo que ha de dar unión a la comunidad de hombres ha de ser un impulso interno de fraternidad. Mientras esa fraternidad no logra sustituir a la forma actual, forzosa, que una al pueblo, más allá del Estado, más allá de los partidos, una moralidad que resida en lo más hondo de la conciencia individual. Como que Estado es sinónimo de Fuerza, un hombre de ética no puede identificarse con el Estado.

¡La Lucha sigue!