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Eliane Brum: El hombre malo

 

La niña tiene poco más de dos años. Hace dos meses que está encerrada en casa con sus padres debido a la pandemia de covid-19. Echa de menos a sus amigos de la guardería, echa de menos la heladería, echa de menos la calle. Pero el problema de la niña no es ese. Ni tampoco el de sus padres. El problema es que la niña tiene miedo. Y no del virus. Sino de alguien a quien llama “el hombre malo”. Le cuesta dormir, quiere quedarse aferrada a su madre, se despierta asustada por la noche. La niña tiene pesadillas con “el hombre malo”. Y, cuando se despierta, “el hombre malo” sigue estando ahí.

El “hombre malo” es Jair Bolsonaro. Por todo el miedo que sienten quienes la rodean, la niña ha entendido que el virus se quedará afuera si ellos se quedan dentro de casa. Pero el hombre malo no tiene límites. Se pasa. Invade. Viola. Mata. Los padres se han inventado una historia: que los árboles crecieron y cubrieron el edificio para que el hombre malo no viera su casa y, como no lo hace, no puede hacerles daño. La pequeña los mira con sus inmensos ojos, quiere creerlos, pero ha entendido que ni siquiera los árboles pueden protegerla, porque ha descubierto que el hombre malo también derriba la selva. Hay un nuevo villano, y no proviene de los cuentos de hadas o de las películas de Pixar.

¿Cómo ser un niño y lidiar con un villano que es real, si ni siquiera los adultos parecen saber defenderse de él, si en este cuento sobre la realidad nadie parece saber cómo detener al villano real? ¿Si esta historia parece no tener otro fin que la muerte? La niña todavía no tiene recursos para dar nombre al horror de estar en un mundo a merced de un villano, y también al horror de darse cuenta de que ni siquiera sus padres, que a esta edad son casi todo su universo, pueden protegerla. Entonces, solo balbucea: “el hombre malo”, “el hombre malo”, “el hombre malo”. Y no se duerme.

Yo escucho mucho. Mi profesión es escuchar mucho y escuchar a personas de todos los colores, orígenes y clases sociales. La niña expone, con los pocos recursos que tiene con dos años, un pánico que va mucho más allá de ella y se extiende a todas las franjas de edad. Si el mundo vive un momento muy especial, el de una pandemia global que está matando a una parte de la especie humana, a nosotros, en Brasil, la perversión del hombre que está en el poder nos violenta día tras día en medio de la expansión exponencial de un virus que puede matarnos y ya ha empezado a matar a los que amamos. He escuchado a personas muy diferentes entre sí decir que han empezado a tener reacciones físicas a la imagen de Bolsonaro. O a su voz. O incluso si alguien pronuncia el nombre del presidente de Brasil.

A mí también me pasa. He empezado a sentir náuseas ante cualquier alusión a Bolsonaro. No el malestar de cuando como algún alimento que me sienta mal. Sino la náusea del asco. El asco me posee. Hay mujeres que tienen esta reacción ante su violador, cuando por alguna razón se ven obligadas a volver a verlo. Otras personas muestran una reacción similar al convivir con su secuestrador. Otras, en presencia de su torturador. Bolsonaro es todo eso. Nos viola, nos ha secuestrado la cordura, nos amenaza con su irresponsabilidad deliberada y también nos tortura todos los días, utilizando para ello la máquina del Estado.

Somos un país de rehenes, y el secuestrador está matando. Mata cuando boicotea acciones para combatir la covid-19. Mata cuando difunde mentiras sobre medicamentos sin que haya pruebas científicas de su eficacia. Mata cuando contradice a la ciencia. Mata cuando dice que la covid-19 es un “mísero resfriado”. Mata cuando afirma que “el virus no es todo lo que dicen”. Mata cuando inventa la falsa oposición entre protegerse de la enfermedad y “salvar” la economía. Y puede estar matando literalmente cuando sale a la calle para alentar que los demás salgan a la calle, cuando estornuda y da la mano con los dedos pringados de mocos, cuando toca los móviles de otras personas, cuando se saca selfies con sus seguidores, cuando coge a niños en brazos. Mata e intenta dar un golpe cuando hace todo esto en manifestaciones contra la democracia, contra el Congreso y contra el Supremo Tribunal Federal. Bolsonaro mata cuando, frente a miles de brasileños muertos por covid-19, se burla, se cachondea y se mofa: “¿Y qué?”. Como dice el rapero Emicida, “elige un asesino y espera un genocidio”.

Es lo que está pasando ahora. En estos momentos. Existe una gran posibilidad de que, en el futuro, Bolsonaro sea juzgado por la Corte Penal Internacional y sea condenado por crímenes contra la humanidad, como les sucedió a otros perversos antes. Ya se han presentado al menos dos denuncias a la corte. Pero, cuando eso suceda, será demasiado tarde. Todos podríamos estar muertos.

¿Qué vamos a hacer ahora, ya? ¿Vamos a dejar que “el hombre malo” nos mate a todos? ¿Qué les diremos a los niños que esperan que los protejamos?

Bolsonaro me da asco. Cada palabra que le retuerce el rostro al salirle de la boca es una palabra violenta. Ese hombre escupe cadáveres. Sus tres hijos mayores son copias suyas, numeradas, como él mismo dice (ceroúno, cerodós, cerotrés…), comprobadamente estúpidos como su padre y también perversos —al menos uno de ellos es claramente propenso a la psicopatía—. Tuve que escribir un libro para entender cómo era posible elegir al peor humano para la presidencia de Brasil. Y sigo tratando de entenderlo. Pero, además de entenderlo, es necesario impedirlo. Nuestra emergencia es detener a Bolsonaro, porque cada segundo que pasa la montaña de cadáveres se hace más grande. Los “innumerables” no son números, son personas que alguien amaba.

Tenemos información, sondeos y la suficiente capacidad para interpretar los hechos como para concluir que Bolsonaro no es una anomalía, en el sentido de que solo existe él. Si fuera así, sería mucho más fácil. Bolsonaro representa a una parte de los brasileños. No habría resultado elegido de no ser por este núcleo que se identifica con él y lo reconoce como un espejo. Según los sondeos, Bolsonaro es la expresión de casi un tercio de los brasileños, que lo apoyan incluso en su política de muerte —o lo apoyan exactamente por su política de muerte—. Tendremos que dedicarnos durante mucho tiempo y con ahínco a entender cómo nos hemos convertido en un país capaz de producir un tipo de ser humano tan despreciable y tan violento. Ya tenemos bastante material de investigación para comenzar.

Pero sabemos que no es solo Brasil. El mundo ya producía personas capaces de bramar de placer ante la ejecución de otros seres humanos o ante personas devoradas por animales en la arena antes de que Brasil existiera. La historia es pródiga en ejemplos de masas gritando y pidiendo más sangre, más dolor, más violencia. Los horrores del siglo XX, como el nazismo, tan evidentes en este momento, los tenemos muy cerca. Pero era posible desear que quizás hubiéramos llegado al siglo XXI con más capacidad para lidiar con nuestra humana monstruosidad, más capaces de protegernos de personajes como Bolsonaro.

Por una serie de razones, ya presentes en el hecho de haber sido el último país en las Américas en abolir la esclavitud negra, la sociedad brasileña tiene que lidiar con sus deformaciones particulares. Como, por ejemplo, la que nos convierte en uno de los países campeones en linchamientos. A una parte de los brasileños les gusta derramar la sangre de los demás, disfrutan del dolor de los demás, travisten su horror personal de moralidad. Se atan una bandera brasileña en el cuello y van a defecar por la boca en plaza pública, amenazando el ya desorganizado e insuficiente combate al coronavirus y, por lo tanto, condenando a muerte a los más desprotegidos. Son las personas capaces de tocar la bocina frente a los hospitales, donde las personas agonizan, y de no dejar pasar a las ambulancias con sus caravanas de protesta. Los conocemos, muchas veces forman parte de la familia.

Sin embargo, ninguno de ellos había llegado a la presidencia. Nunca pasaban del Congreso. Y, entonces, ese límite se rompió. El límite en el que Bolsonaro deja de ser el paria del Congreso, el bufón que garantizaba su reelección como diputado pero no tenía ninguna influencia real, para convertirse en el presidente de Brasil. Es más: en el “mito”. Toma el poder y, como anunció que haría, convierte el Gobierno en una máquina de producir muerte.

Sabemos que Bolsonaro no logró esta hazaña él solo. Que lo apoyó una parte de las élites brasileñas, en todas las áreas. Muchos ya han entendido lo que hicieron y lo han abandonado por temor a contaminar su biografía con la sangre que Bolsonaro produce en cantidades cada vez mayores. Hoy en día, solo le quedan los piratas del empresariado, los generales con nostalgia de la dictadura, los depredadores de la agroindustria y los evangélicos de mercado. Que no es poco. Pero es menos de lo que era. Los que todavía tienen algo que perder, como el exministro de Justicia Sergio Moro —un héroe decaído, pero no tanto como para no tener la esperanza de volver a pegar los añicos—, huyen en desbandada. A fin de cuentas, de la sangre nadie escapa. Y cada vez hay más sangre en este gobierno.

He escrito mucho al respecto, antes y después de las elecciones. Los artículos están disponibles para cualquiera que quiera leerlos. Ahora, sin embargo, tengo que repetir que Bolsonaro nos está matando. Es imperioso actuar de emergencia. Luchar contra Bolsonaro ya no es solo luchar por banderas esenciales como la justicia social, la igualdad racial y de género, la equidad en la distribución de renta, los impuestos a grandes fortunas, la preservación de la Amazonia y sus pueblos. Hemos pasado a una fase mucho más aguda. Hoy luchamos por mantenernos vivos, porque Bolsonaro boicotea las acciones contra el coronavirus. Bolsonaro no es un sepulturero, una profesión valiente y digna. Bolsonaro es un asesino.

No podemos tratar a un perverso como si lo que hace formara parte del juego democrático. Nuestra pregunta es clara: ¿cómo vamos a impedir que Bolsonaro utilice la máquina del Estado para seguir matando?

Nuestros vecinos temen por sus fronteras. Paraguay ha constatado que la mayoría de sus casos provienen de Brasil. A nivel mundial, Brasil se está convirtiendo en un paria dominado por un paria. Los brasileños ya son vistos con desconfianza. Gobernados por un maníaco, vivimos una explosión de contagios por covid-19 y nadie quiere que el virus vuelva a entrar por la puerta después de hacer tanto esfuerzo para tratar de controlarlo. El planeta ya empieza ponernos la etiqueta de riesgo biológico. Y eso sí que podría perjudicar la economía durante mucho más tiempo.

Presten atención a quién está muriendo más. Son los negros, son los pobres. Son los presidiarios encerrados en viveros de virus, una violación increíble de derechos incluso para los estándares medievales de Brasil. Los que mueren más son aquellos que, desde la campaña, Bolsonaro trata como matables, o como cosas. El virus está matando cada vez más en las aldeas indígenas y se está extendiendo por la selva amazónica. Cuando llegaron los invasores europeos, los virus y las bacterias que trajeron consigo exterminaron al 95% de la población indígena entre los siglos XVI y XVII. Existe la posibilidad de que el nuevo coronavirus produzca un genocidio de esa dimensión si no hay un movimiento global para impedirlo.

Bolsonaro ya ha demostrado que agradecería que los indígenas desaparecieran o se convirtieran en “humanos como nosotros”, en sus palabras. Humanos vendedores y arrendadores de tierra. Humanos mineros, humanos plantadores de soja y pezuñas de buey. Humanos amantes de hidroeléctricas, ferrocarriles y carreteras. Humanos que se despegan de la naturaleza y la convierten en mercancía.

Los pueblos indígenas son quienes literalmente ponen sus cuerpos frente a la destrucción de la Amazonia y otros biomas. Pero algunos de los seguidores de Bolsonaro, que hoy también lideran campañas para “abrir el comercio” en las ciudades amazónicas, matan a tiros a los indígenas, y también a campesinos y quilombolas (descendientes de esclavos rebeldes). El virus puede completar el exterminio mucho más rápido y a una escala mucho mayor. Basta hacer exactamente lo que está haciendo Bolsonaro: nada para protegerlos y todo para alentar el incumplimiento de las normas sanitarias de la Organización Mundial de la Salud; nada para protegerlos y todo para alentar la invasión de sus tierras por garimpeiros (buscadores de oro y diamantes) y grileiros (ladrones de tierras públicas). Lo que está en curso es exactamente eso: un genocidio.

Y también un ecocidio, porque en la Amazonia los dos van de la mano. Como sabemos, los destructores de la Amazonia no teletrabajan. La deforestación avanza rápidamente, aprovechando la oportunidad que ofrece la pandemia. Las alertas crecieron un 64% en abril, después de haber batido todos los récords a principios de este año. Bolsonaro despidió a los inspectores jefes del Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables (Ibama) que intentaban evitar la masacre en la selva. Está militarizando tanto la salud —al colocar a militares en puestos importantes del Ministerio de Sanidad— como la protección del medio ambiente —al subordinar el Ibama y el Instituto Chico Mendes para la Conservación de la Biodiversidad al Ejército en las acciones de inspección—. En toda la región, campesinos, ribereños e indígenas denuncian que por las carreteras que salen de la selva no paran de pasar camiones llenos de árboles recién talados. Ellos gritan. Pero ¿quién los escucha?

Bolsonaro está transformando (también) la Amazonia en un gigantesco cementerio. Es tan perverso que utiliza la pandemia para matar la selva y todo lo que está vivo. El presidente de Brasil puede convertirse en el primer villano de la historia que, sin tener poder nuclear, tiene un gran poder de destrucción. Sin la selva amazónica no se puede controlar el sobrecalentamiento global. Sin controlar el sobrecalentamiento global, el futuro será hostil para la especie humana. Si la Amazonia llega al punto sin retorno, al que se acerca velozmente, su territorio podría convertirse en un propagador de virus en los próximos años. En este momento, aunque los otros países promuevan acciones de control y cierren sus fronteras, si no se contiene el nuevo coronavirus en un país de 210 millones de habitantes será muy difícil controlar la pandemia en el planeta.

De eso se trata. Es real. Los que se lavan las manos, como dijo el actor Lima Duarte, “lo hacen en un cuenco de sangre”. Lima Duarte hizo esta declaración después del suicidio de su colega Flávio Migliaccio, que se quitó la vida por estar dolorosamente decepcionado con Brasil y los brasileños. Yo iría aún más lejos que Lima Duarte. Los que siguen a Bolsonaro no solo se lavan las manos en un cuenco de sangre. Matan con él. Una de las perversidades del perverso es producir cómplices. Es eso lo que hace Bolsonaro. No es posible presenciar lo que está sucediendo y apoyar al humano monstruo sin convertirse en un humano monstruo. No habrá jabón, gel hidroalcohólico o desinfectante capaz de limpiar esa sangre de las manos de los asesinos, estén en la Federación de Industrias del Estado de São Paulo, en el Congreso o en el Teatro Municipal.

¿Qué le vamos a decir a la niña de dos años que denuncia nuestra impotencia para protegerla cuando pide ayuda contra “el hombre malo”?

En estos momentos, seguidores de Bolsonaro se aglomeran en Brasilia. Afirman que están practicando la desobediencia civil. Como todo lo que tocan se convierte en mentira, todas las palabras salen violadas de su boca, lo que hacen no tiene nada que ver con la desobediencia civil, un concepto estimado por tantos movimientos que han hecho que el mundo sea más justo e igualitario. Lo que practican diariamente es la más vil obediencia al maníaco del Gobierno y a sus propios instintos de muerte, a su placer por la sangre y el dolor de los demás. Lo que entrenan a diario es la obediencia a su propio sadismo y deseo de violencia que Bolsonaro liberó con el ejemplo y la impunidad de la que disfrutaba. Intentan ocultar sus peores instintos con la bandera de Brasil, de la que también se apropiaron, como si el país perteneciera solo a quienes matan Brasil.

Desobediencia civil hoy es quedarse en casa a pesar del maníaco que nos manda salir. Desobediencia civil es cuidar a todos los demás a pesar del perverso que dice “¿y qué?”. Desobediencia civil es desobedecer al proyecto de genocida que está en el poder. Y, para ello, hay que utilizar los instrumentos de nuestra cada vez más herida democracia para sacarlo de allí y evitar que siga matando. O eso o decirle a la niña de dos años que somos demasiado cobardes para protegerla y, después de la palabra, el gesto: abrir la puerta de casa a la muerte.