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Rafael del Naranco: Ese mundo aún existe

 

Ya no hay regocijo en los pliegues de la piel, sino cansancio. Transitar, ir a esos  aeropuertos cada vez más  desalmados en su sociabilidad,  al haberse convertido el pasajero en un presunto exaltado, ha ido sedimentando el espíritu  del andariego hasta dejarlo arqueado.

Actualmente preferimos rumiar las lejanías renacidas, aunque nos confundan y sean precedidas de la lóbrega sensación de que el pasado también hiere, al darse uno cuenta de que ya no volverán los bellos días del verano  sobre las costas marinas de los cardos en flor de la vida.

A cierta aletargada edad, uno ha  dejado de ser paulatinamente   de ninguna parte. El tiempo deshilado  anidando  dentro del cuerpo rugoso, se hace sudario interior, recuerdos brumosos, querencias cuyas miradas han dejado de reconocernos y los lejanos olores del jardín de los cerezos van moviendo  sus hojas con pesadumbre al  vernos  enmohecidos.

Un personaje del húngaro  Sándor Márai – autor de “¡Tierra, tierra!”- rescatado de las páginas “A la luz de los candelabros” (título en magiar: “Arden las velas”), amante de la música y del amor ensalzado de grandeza, dice,  tras la caída en 1919 de la monarquía de los Habsburgo, y con ello el derrumbe de lo que él creía y  encerraba su razón de ser, una frase lapidaria:

“Mi patria era un sentimiento, y ese sentimiento ha sido herido de muerte… Lo que juramos defender ya no existe. Había un mundo  por lo que valía la pena vivir y morir. Ese mundo está muerto”.

Con ser esas frases entrecortadas hacia  un sentimiento de lealtad a un pasado  que en la Europa en que ahora caminamos haciendo nido a manera el gorrión de casero vuelo, ellas abrieron  el camino sanguinario  a Stalin, Hitler y Mussolini,  arrastrando a  millones de seres a la muerte, mientras el viejo general,   que peleó en la guerra del 1914,  le escucha y objeta:

“Ese mundo todavía está vivo, incluso aunque ya no exista en la realidad. Vive porque yo hice el juramento de defenderlo”.

Cierto: la existencia humana no es tal si no la absorbemos hasta el último aliento y la envolvemos en evocaciones enternecidas con el deseo  de que nunca más sea olvidada.

 

 

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