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Leonardo Morales: Contra el delirio totalitario

 

Ha transcurrido 9 meses del año 2017. La profecías, promesas y compromisos adquiridos por algunos para desalojar al gobierno de Maduro de Miraflores quedaron engavetadas. El “tendremos nuevo presidente”, “en 30 días”, “es ahora”, no fueron más que simples eslóganes de los que debía que echarse mano para motivar y entusiasmar a un público afecto a la ilusión, quizá desprevenido y ávido de aventuras.

Fracasados en su intento, unos siguen en la crítica hueca y vacía, sin nada que prometer y muchos menos con capacidad para seguir captando incautos. Ahora cargan contra quienes desde hace bastante tiempo había insistido en la ruta democrática. Otros, arrastrados por el discurso virulento de aquellos, vuelven a adoptar una postura reposada y racional.

Los gobiernos, independiente de su forma, hacen elecciones, unos más que otros, pero las hacen. Las hizo Pinochet y Pérez Jiménez, también Chávez y Fujimori. Lo relevante, en cada caso, es que independientemente del carácter del régimen siempre sus adversarios han optado por participar; los partidos, en algunos casos proscritos, y sus líderes, casi siempre perseguidos, no escatiman esfuerzos por legitimar en cada oportunidad su presencia y su importancia en la vida de sus naciones.

Los partidos políticos y sus dirigentes, todos nacidos para la competencia electoral, deben, en razón a esas oportunidades, ofrecer sus plataformas y sus candidatos para intentar acceder al poder. Ninguno de los partidos políticos venezolanos se constituyó para arribar al poder por un camino distinto a la vía electoral y democrática. Exigirle otra cosa es una irresponsabilidad que bien hacen aquellos desde una muy cómoda posición.

No se niega la deriva totalitaria de Maduro y su gobierno. Lo que se percibe y se siente no requiere de mayores indagaciones, pero una cosa es tener conciencia de un hecho que está en pleno desarrollo y otra es aparecer como un observador impasible. Un régimen totalitario pretende ejercer no solo en control de las actividades de los integrantes de una determinada sociedad, sino que también aspiran ejercerlos sobre las actitudes y pensamientos.

La oposición venezolana, esa que se agrupa en la MUD, sus partidos políticos y sus dirigentes, con sus errores y aciertos, amenazados con persecución y otras retaliaciones, ha entendido que ceder a las pretensiones del gobierno en materia electoral es entregar las convicciones democráticas que pervive en lo más profundo de la cultura política del venezolano.

Impedir el avance de posturas antidemocráticas pasa por defender aquellas que dan vida y sentido al régimen que se aspira defender, dejar que las instituciones democráticas, y las elecciones es una de ellas, se esfumen por la inacción de las fuerzas democráticas y progresistas, los convierten en colaboradores de las exequias del régimen democrático.

De la misma forma en que un liberal advertirá que no negocia nada de su libertad, que ni un ápice de ella está en venta, un demócrata, que aspira el mejor régimen par su país, debe eximirse asistir a un proceso electoral aun cuando tenga sensibles dudas respecto de la equidad e imparcialidad del árbitro.

El conocimiento de la historia, no del chisme ni de la conjetura interesada,  nos hace más severos y seguros en las decisiones y cursos de acción. Experiencias las hay, bastante se han señalado en países hermanos, sus resultados los conocemos, pero  allende de esas experiencias, nosotros mismos, aquí en Venezuela, disponemos de los suficientes elementos para actuar en defensa de los intereses de la mayoría.

Sucumbir a la crítica infecunda del radicalismo sin objetivos no debe ser una opción. Sin dogmas de fe y recurriendo a referentes empíricos se puede afirmar que los espacios democráticos no deben cederse al delirio totalitario.

 

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